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ISSN 1989-4163

NUMERO 85 - SEPTIEMBRE 2017

Cuando el Miedo es el Medio

Il Gatopando

Como bilbaíno perteneciente a la generación del baby boom la convivencia  con el fenómeno terrorista ha sido una constante en mi vida, formaba ya parte del paisaje –como los Altos Hornos o el Athletic, da igual que su naturaleza fuese otra muy distinta– cuando adquirí uso de razón y durante mucho tiempo pensé que lo seguiría siendo también el día en que éste me abandonara. Por entonces, el terrorismo etarra era un elemento indispensable –quizás el más llamativo–  que nos singularizaba como sociedad y que contribuía a forjar nuestra identidad en contraposición a otras realidades próximas que sufrían otros problemas pero no el de la violencia.

Con el tiempo y, sobre todo, tras su desaparición, en ocasiones me he preguntado si mi actitud hacia el terrorismo etarra pudo a lo mejor haber sido diferente, si en lugar de limitarme a coexistir con él no hubiera debido adoptar una posición más beligerante. Es esa clase de preguntas un tanto tramposas ya que para entonces se conoce el desenlace y se cuenta con la perspectiva de lo que sucedió –el “hubiera o hubiese” suele funcionar en la literatura pero a menudo contribuye a distorsionar la realidad–. Aunque parezca extraño, en esos casos siempre llego a la conclusión de que el terrorismo era algo tan propio de mi identidad como el txirimiri o la Aste Nagusia, da igual que sus fines y métodos me resultaran ajenos, del mismo modo que nunca pertenecí a una konparsa ni en mi familia jamás vi a nadie protegerse de la lluvia fina con una txapela.

Sólo una vez la situación empezó a permitir aventurar que, después de todo, la violencia quizás no fuera eterna, aunque para entonces yo ya no vivía allí, comencé a intuir que llegaría un momento en que la realidad del pueblo en el que nací y crecí se alinearía por fin con la de esas otras realidades próximas que sufrían problemas pero que no se dirimían de forma violenta, que como sociedad alcanzaríamos la ansiada normalidad. Lo que jamás sospeché es que en verdad eran esas otras sociedades próximas las que, sin intuirlo ni pretenderlo, se irían  alineando con la nuestra y que el terrorismo, aunque de distinta naturaleza, se acabaría conformando como un elemento si no cotidiano al menos sí recurrente, de forma directa o indirecta, en su realidad. Dicho de otro modo, nos considerábamos –y consideraban-–la excepción sin sospechar que éramos una avanzadilla, que terminaríamos por convertirnos en la regla.
Circunscrito por aquel entonces a ámbitos geográficos muy acotados en unos pocos países europeos, por desgracia el terrorismo está convirtiéndose en un fenómeno en vías de rápida asimilación por la gran mayoría de las sociedades occidentales. La experiencia acumulada tras haber crecido en una sociedad azotada por el terrorismo me permite reconocer algunos elementos que caracterizan el proceso de las que se enfrentan al terror de nuevo cuño, sobre todo desde la perspectiva de quienes pertenecen a la comunidad cuyos derechos vienen supuestamente defendidos por los terroristas y justifican sus acciones.

Por ejemplo, esa manía –no siempre inocente– de generalizar asociando la supuesta causa de los violentos al conjunto de la sociedad de la que emergen (“el terrorisma vasco” entonces, “el terrorismo islamista” ahora). O la indefensión y la suspicacia que ante terceras personas sienten los miembros no violentos de la comunidad que sirve de causa a los terroristas cuando vienen tildados de equidistantes, de conniventes, y de no hacer lo suficiente por desmarcarse de los violentos, a quienes se conmina a posicionarse tan pronto son presentados en círculos ajenos a su comunidad y se ven incapaces de satisfacer las expectativas a menudo irreales o simplistas de quienes les interpelan, a los que optan por evitar para acabar empujados hacia una tierra de nadie. Por no hablar del papel de los medios de comunicación y de la clase política, que ante fenómenos tan cruentos y de tanto impacto jamás dan una puntada sin hilo. El riesgo de alienar al grueso de la comunidad que sirve de excusa a los terroristas, de ponerlos bajo sospecha, es grande y el objetivo, si se aspira a su integración, debería ser tranquilizarles, mostrar hacia ellos una empatía que agradecerán cuando el suelo empiece a moverse bajo sus pies en la estela de cada atentado y que, cabe pensar, no olvidarán.

Los objetivos y reclamaciones del nuevo terrorismo nos resultan más difusos y lejanos aunque su sentido inmediato sea el mismo: causar víctimas inocentes y sembrar el terror de forma que puedan condicionar las decisiones que afectan a la comunidad en cuestión. El papel de los medios de comunicación resulta ambiguo a este respecto ya que se nutren del sensacionalismo, lo mismo ocurre con los gobernantes siempre proclives a las declaraciones grandilocuentes, a apelar a la unidad para a la postre acabar recortando derechos en aras de acariciar una pretendida seguridad que nunca podrá ser absoluta. Pese a ciertas declaraciones de reafirmación colectiva echas en caliente, es natural que ante la comisión de atentados la sensación de miedo permee a la sociedad afectada sin necesidad de que los medios y la clase política echen gasolina al fuego. El problema no es sentir miedo –una reacción humana lógica ante quien pasa a sentirse objetivo potencial de una violencia indiscriminada–, el reto más bien consiste en aprender a vivir con él sin hacerle concesiones.  

Miedo

 

 

 

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