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ISSN 1989-4163

NUMERO 45 - SEPTIEMBRE 2013

Opiniones Robinsonianas (VII) - Heterosexualidad Obligatoria

Mª Angeles Cabré

Ya en 1924, André Gide defendía por escrito la homosexualidad en los diálogos que integran su Corydon . A raíz de ello, hubo incluso quienes le negaron el saludo. Eso no impidió que en sus memorias confesara su condición de homosexual, condición que a su vez en 1947 no le impidió ganar el Premio Nobel de Literatura, lo que no quita que después de su muerte el Vaticano incluyera su corpus literario en su particular índice de libros prohibidos (¡la Curia, siempre tan progresista!), que a día de hoy será sin duda ingente… dado lo poco que ha evolucionado la religión católica en ese aspecto y lo mucho que lo ha hecho, por suerte para todos, la literatura.

Eso de que un gay declarado ganara el Premio Nobel a mediados del siglo XX, nos podría llevar a pensar que (exceptuando a los integrantes del Vaticano y a algunas otras facciones de similar catadura) el asunto de la homosexualidad como opción sexual dentro de los márgenes de la normalidad estaba ya entonces más que finiquitado. Lamentable no era así, aunque el gesto de la Academia sueca debió de ayudar mucho a que, allá por los 50, el poeta Jaime Gil de Biedma contara sin muchos reparos sus devaneos amorosos con su mismo sexo en Diario del artista seriamente enfermo .

Recordemos que pocas décadas atrás la historia había sido muy cruel con aquellos y aquellas que se mostraban abiertamente gays o lesbianas. Las lesbianas directamente no existían para la realidad oficial (una cruel goma de borrar las volvía transparentes) y, por su parte, los gays que osaban serlo eran duramente castigados por ello. A finales del siglo XIX Oscar Wilde, acusado de tener un comportamiento “indecente” a raíz de sus relaciones con Lord Alfred Douglas, acabó condenado a dos años de trabajos forzados que le costaron la vida; y en el fatídico año 1936, García Lorca fue fusilado en una cuneta, junto a un olivo, por ser abiertamente homosexual y no por ser simpatizante del Frente Popular, aunque es posible que esto último también ayudara. A diferencia de Wilde, a diferencia de Lorca, Jaime Gil murió a causa del SIDA, esa enfermedad con que en los años 80, en Estados Unidos, se quiso estigmatizar a la comunidad gay acusándola de haber sido demasiado promiscua durante la década anterior. El de Gil de Biedma no es un final muy feliz, cierto, pero cambia sustancialmente las cosas.

El estigma de la homosexualidad como amenaza, como perversión que debe ser proscrita, lleva a barbaridades como prohibirla (son muchos los países en que eso sucede, al amparo de unas leyes que la comunidad internacional debiera ocuparse urgentemente de erradicar) o atacar a sus componentes considerándolos no ya ciudadanos de segunda, sino enfermos que no tienen cabida en sociedades de impecable heterosexualidad. Sólo una tendencia enfermiza a la homologación y un miedo cerval a las diferencias puede ser la causa de que la humanidad insista en agarrarse a sus lastres y no los suelte, haciendo que el tema de la heterosexualidad obligatoria planee aún en demasiados rincones del planeta.

A tenor de los recientes ataques que algunos neonazis han llevado a cabo en Rusia contra gays o transexuales, en una oleada homófoba que incluye mofas, torturas e incluso asesinatos, vale la pena detenerse en qué es ser homosexual hoy. En Rusia, en vista de lo que sucede, un grave problema, que amenaza incluso con la deportación a los extranjeros gays que osen “ejercer como tales” dentro de sus fronteras.

En la patria de Tolstoi y Chejov una descarada homofobia institucional, que prohíbe ser abiertamente homosexual y castiga con penas de cárcel a quien no mantenga “relaciones sexuales no tradicionales”, ha llevado incluso a la Duma, su cámara de diputados, una iniciativa para prohibir que los gays donen sangre; son tratados cual apestados, eso es evidente. Lo que no se acaba de entender es que alguien en su sano juicio, miembros del COI incluidos, crean que un país donde se está llevando a cabo una “caza al gay” puede albergar unas Olimpiadas, ya sean de invierno, de verano o de primavera. ¿Las harían en un país que prohibiera y reprimiera cualquier muestra de heterosexualidad? Pues en pleno siglo XXI, tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando; queda dicho, amigos del COI.

En vista de esas atrocidades y de lo mucho que cuesta eliminar reticencias y repulsas en países más avanzados en términos de civilización (como mismamente el nuestro, donde aún así hay mucha tela que cortar en lo que a libertades sexuales se refiere), parece que sean pocos los que han leído a Kinsey y a Foucault. Según los estudios científicos del primero, la mayor parte de la población tiene tendencia bisexual y sólo una minoría (de un 5 a un 10%) es totalmente hetero u homosexual. Mientras Michel Foucault, el autor de Historia de la sexualidad , aboga por la teoría queer (acabada de perfilar por la filósofa Judith Butler), es decir, por afirmar rotundamente que las opciones sexuales son construcciones sociales, determinadas pues por tabúes y arraigadas costumbres. Lo cierto es que la lógica nos lleva a pensar que los dos parecen tener bastante razón y que acaso la realidad sea el resultado de la combinación de ambos presupuestos.

Quienes tenemos el convencimiento (por puro sentido común y sin necesidad de ninguna clase de exacerbada capacidad de observación) de que la heterosexualidad tal como la entendemos, como opción masiva que lo invade todo (la vida social, la publicidad, la música…), es un invento muy cómodo para quienes aspiran a mantenernos a todos bien sujetos en un orden fácil de controlar (y en ese quienes incluyo a las múltiples religiones que condenan otras opciones sexuales), sonreímos cuando tropezamos en el día a día con todos esos ellos y ellas que están convencidos de que han elegido con quien se acuestan, cuando se ve de lejos que no sólo no lo han hecho sino que, de ser distintas las circunstancias de sus vidas, no dudarían en cambiar de tercio.

Nos creemos muy libres y, sin embargo, no lo somos nada: pájaros metidos en jaulas de finos barrotes, por los que entra el aire, sí, por los que entra también la luz, pero de las que no se puede salir. Y es que, si acatamos en casi todo los destinos que otros han escrito para nosotros (que nos llevan a suscribir hipotecas abusivas, abrevarnos en una idiotizante cultura de masas o ingerir comida basura a pesar del exponencial aumento del índice de obesidad), ¿por qué iba a ser distinto en cuestiones sexuales?

Si vivimos vidas que no nos gustan en tantos aspectos, si estamos esperando ansiosos (y muchas veces a base de ansiolíticos) a que nos asole una enfermedad, suceda un accidente o nos roce una pequeña catástrofe para dar un vuelco a nuestra existencia y encauzar de una vez un rumbo nuevo, ¿por qué nos aferramos con tanto ímpetu a ese 95% de heterosexualidad obligatoria? ¿Quiere decir esto que sólo los gays y las lesbianas son realmente libres? Es posible, aunque acaso un 5% de heteros también lo sea. “Mi sexo es mío”, debiéramos exclamar todos y todas. Ese día es posible que los porcentajes cambiaran… sustancialmente.

 

 

 

 

Heterosexualidad obligatoria

 

 

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