Mi historia, la crónica de mi fallida empresa,  comienza como tantas otras que inician su recorrido plagadas de buenas  intenciones y terminan en el desconcierto de lo irrealizable. 
                          Lo mío era simple: viajar a mi playa predilecta en  mi más favorita ciudad y luego de un par de días de descanso, dedicarme a  fotografiar personajes entre los lugareños y los venidos de fuera, los que  encuentro cada año en la ciudad de Cádiz.  
                          Desde hace seis años he pasado mis vacaciones de  verano en esa ciudad maravillosa. Me gusta el bullicio de los niños en sus  parques hasta pasada la medianoche; las memorables tertulias con amigos y la  frescura del jerez en las plazas de Mina y San Francisco.
                          De madrugada suben por entre pisos los diálogos de  transeúntes, amplificados por el eco en las estrechas paredes de sus  callejuelas. 
              Las voces se cuelan por celosías de ventanas y  balcones a perturbar el sueño de quienes  duermen bajo el azul profundo en la noche andaluza.
                          En estos pocos años he conocido muchos senegaleses  que ganan el pan y el de sus familias recorriendo en largas caminatas la playa  internacional, La Victoria, y la local, La Caleta. 
                          Van y vienen de aquí para allá vendiendo arandelas y  brazaletes, tobilleras de colores, luminosas carteras de plástico, gafas de  sol, faldas de algodones radiantes y cuanta cosa pueden cargar en sus manos, o  en tablones henchidos de mercancías que cargan agobiados bajo el sol alucinante  de la costa gaditana. 
                          Son de una resistencia implacable; no bullangueros,  siempre respetuosos, son estoicos o tristes, distantes o amigables; además  terriblemente fotogénicos, algunos tan misteriosos como máscaras de ébano.
                          Al caer la tarde se instalan en el centro, en los  andenes y portales de calles atestadas de transeúntes que han salido a dejarse  acariciar por la brisa vespertina o en busca de una cerveza, un helado o un  café. 
                          Es entonces que la policía local los hostiga y les  requiere que se marchen a otros lados con sus mantas y sus abalorios, sus CDs,  sus camisetas de Ronaldo y sus cuitas.
                          Quise incorporar en mi proyecto estos seres vulnerables,  producto de la inmigración ilegal; antiguos guerreros que han llegado hasta las  costas andaluzas para poder alimentar sus familias a larga distancia.
                          Muchos de ellos, en razón de trabajar a diario durante  los veranos son conocidos de madres, tías, abuelos y niños en la playa. 
                          En las noches, antes de las diez y media se les ve  saliendo del centro hacia la estación del ferrocarril, a tomar el último tren rumbo  a sus moradas en San Fernando, Ciudad Real o el Puerto de Santa María entre  otros sitios.
                          Después de mucho insistir pude convencer a unos  cuantos para que se dejasen fotografiar, una vez sorteadas la renuencia y  sospecha iniciales. 
                          Hice varias tomas en el centro y ninguna en la  playa. Pudo más el orgullo o el recelo de su parte que mis teorías sobre comunicación  visual.
                          Paralelo con ellos fotografié europeos, trabajadores  varios, mendigos y mercaderes callejeros en las concurridas tardes, para  establecer al menos una semblanza de balance editorial. 
                          De igual forma, cada mañana a las ocho salí a  fotografiar sus barrios a medio despertar, antes que las calles se llenaran de  gente.
                          Al cabo de dos semanas sentí terminada mi tarea, mi narrativa  visual cubría por medio de retratos los personajes del entorno y vistas de la  ciudad.
                          Pensé haber logrado mi objetivo luego de haber  disparado una docena de rollos de medio formato y otro tanto de 35 milímetros. 
                          Antes de partir de vacaciones un colega fotógrafo insistió  en prestarme una cámara Rolleiflex, uno de mis aparatos predilectos de  magnífica presencia, la cual según sus propias palabras,  “funciona como un Rolls Royce”. 
                          Acepté sin pensarlo dos veces, a sabiendas que mi  vieja Rolleiflex, que más parece un Volkswagen modelo 55, mucho mayor que la  que ahora llevaba de viaje, jamás me ha defraudado. 
                          Me dejé engatusar por la oferta de mi amigo, su  cámara es más elegante y llamativa que la mía, con su prisma impecable  reluciendo como la cúpula de la Basílica de San Pedro.
                          Nada de lo vivido en este viaje hasta mi regreso a  Inglaterra me había preparado para la gran sorpresa que me esperaba al revelar  mis rollos en el laboratorio. 
                          La cámara que utilicé, la sexy Rolleiflex de marras,  resultó con un defecto interno que arruinó todos mis retratos tomados en  película de medio formato. 
                          Los negativos aparecen mancillados por marcas  grotescas y abrasiones irreparables sobre la emulsión, haciendo de mi intención  documentalista una parodia de fracasada ilusión.
                          Rescaté lo que pude rescatar mientras refunfuñaba  madrazos e imprecaciones a diestra y siniestra, al tiempo que juré no dejarme  embelesar nunca más por el lujo ajeno. 
                          Estas imágenes aquí presentes hacen honor a aquel  adagio antiguo que dice que hay que salvar del ahogado el sombrero.