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ISSN 1989-4163

NUMERO 66 - OCTUBRE 2015

Modelos de Mujer (II) - La Inocentona

Mª Ángeles Cabré

 

La llamo inocentona por no llamarla inocentonta, pues eso es lo que es, una chica muy tonta. Allí donde todas tropezamos un par de veces, ella tropieza mil; y allí donde las demás tardamos una noche en reaccionar, ella… no se acaba de enterar. O le faltan luces o le sobra confianza en los demás, o ambas cosas.

Y es que la inocencia no es un rasgo adquirido, como la valentía o la habilidad social, sino que existe por defecto, es decir, por la ausencia de otros rasgos como la intuición, la picardía y las pocas ganas de dejarse tomar el pelo. Se puede ser un poquito inocente o, mejor dicho, no perder ese último atisbo de inocencia que suele desparecer cuando una abandona aún algo despistada la primera juventud; pero lo que no se puede de ningún modo es sucumbir a la inocencia como Asterix cuando se cae de cabeza en el barril de poción mágica. ¡Chof! Te das un baño de inocencia y ya no ves ni lo que tienes al otro lado de la punta de tu mismísima nariz.

Es bien sabido que uno de los peligros más grandes que acechan a la feminidad es la ceguera voluntaria, ese no discernir lo que vale la pena de lo que te puedes perfectamente ahorrar. Por su condición histórica, las mujeres han tenido que callar mucho y mirar muchas veces hacia otro lado, no fuera a caerles una buena somanta de palos. Y aunque el hábito no hace al monje, hay costumbres que se quedan adheridas a la piel, recorren el sistema sanguíneo y se instalan en la estructura genética. De ahí que exista un modelo de mujer que, arrastrando esa carga histórico-cultural, parece que no quiera evolucionar: pudiendo ser lo que quiera, se conforma con ser la prima boba de las novelas de Edith Wharton; y claro está, a la pobrecilla se la meten doblada, valga la horrible expresión.

Por poner un ejemplo, aunque se suela decir que a altas horas de la madrugada todos los gatos son pardos, una inocentona/inocentonta no sabe distinguir entre un felino ronroneante y un guepardo al ataque. Por mucho que los observe detenidamente no les ve la diferencia, mientras que a su lado una amiga espabilada es capaz de distinguir a un gato persa de un siamés, aunque se haya puesto morada de mojitos y la música atronadora la esté dejando sorda hasta el alma. Le basta con haber visto al morenazo ligoteando con la camarera o al rubiales de la perilla tomándose de un sorbo la copa para darse aliento y lanzarse a la piscina del busco plan.

La inocentona puede tener un primo aspirante a acosador sexual y no habérselo ni olido; un jefe sobón y creerlo cariñoso; una íntima amiga lesbiana y pensar que con el tiempo se le pasará, que en realidad siempre estuvo enamorada de Brad Pitt, aunque tenga la habitación forrada de fotos de la Garbo y parezca Ellen DeGeneres. Y cuando le da por aguzar el ingenio, aún es peor: descubre pasiones ocultas allí donde no están e insiste en convencer a la pescadera de que el cartero la mira con ojos de deseo, cuando el pobre simplemente es bizco.

Por supuesto es de las que se hipotecó hasta las cejas antes de que estallara la burbuja inmobiliaria y, creyendo que le salía gratis, se fue de viaje al Caribe a hincharse de langosta en el bufet libre. A su regreso, descubrió que estaba embarazada de su flamante marido y, cuando a los nueves meses cogió la baja por maternidad, se convenció a sí misma de que le conservarían el puesto, pero como era de esperar no fue así: este es un país que desprecia a las mujeres, recordémoslo, y que cree que los niños que pagarán las pensiones de mañana son cosa de ellas y no de ellos.

Las amigas de ostentosa inocencia suelen ser asimismo víctimas de horribles pequeños accidentes: creen que un “¡Hasta otro día!” se traduce en una cita formal y, ante la mirada espantada del interlocutor, piden día y hora como quien va al dentista. Algunas incluso se casan con hombres que adoran a las rubias de metro ochenta, cuando ellas son bajitas y de apariencia muy poco nórdica. Y Dios les conserve la vista cuando les da por tomarse a pecho las invectivas que algunos malintencionados les lanzan: “¿En vez de este vestidito ajustado no te quedaría mejor un modelo acampanado de Agata Ruiz de la Prada?” Y va y se lo compran.

Conocí a una inocentona/inocentonta que se lanzó a matricularse en filología cuando alguien le mencionó que sus versos intrascendentes competían en cursilería con algunos de los de Bécquer; cometió el error de decírselo diplomáticamente. Hoy regenta una peluquería y el mundo de la literatura se lo agradece, aunque sea capaz, secador en mano, de hacer una ondas bequerianas que envidiaría hasta Bisbal. En sus ratos libres sigue haciendo versos, pero por suerte tan sólo rima con ellos la lista de la compra.

Sí es cierto que ni sus muchos tropiezos impiden que todas envidiemos un poco la felicidad de las inocentes, que de la maldad tan sólo han oído hablar. Para ellas siempre es 28 de diciembre y ver a los lobos con piel de cordero les dulcifica la mirada, mientras las demás estamos siempre a la defensiva sabiendo que, a la primera de cambio, cualquiera está dispuesto a mordernos la yugular si puede sacar algo a cambio. En esta sociedad mercantilista de hoy, guiada por los más bajos instintos, sólo la inocente permanece al margen, limándose las uñas mientras el mundo se cae en pedazos, los refugiados sucumben en brazos de la inhumanidad y triunfa el caos. Eso sí, qué ternura verla enamorada hasta las trancas del donjuán de turno que ni siquiera la ve. ¿Acaso no se dice que siempre es mejor hacer regalos que recibirlos?

 

 

Inocentona

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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