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ISSN 1989-4163

NUMERO 67 - NOVIEMBRE 2015

Dublineses: la Relectura como Retorno

Gabriel Rodríguez

 

            Toda relectura tiene algo de autobiografía. Cuando te asomas a las páginas ya leídas, hallas sin buscarlo algo de ti mismo que quedó entre ellas, al igual que cuando regresas años más tarde al lugar en que viviste y te reencuentras con pequeños matices que tu memoria no había registrado. Por eso la relectura sorprende, y uno se pregunta cómo pudo pasar por alto un determinado detalle o por qué le pareció complejo algo que ahora se muestra en plena claridad, como si hubiera pasado desde la penumbra a las implacables luces de un quirófano.

            Así que espoloeado por cierto espíritu aventurero me embarco en la lectura de Dublineses, tras comprobar con estupor que mis dos incursiones previas en el libro son de hace trece y once años respectivamente (la segunda precedió a mi primer viaje a Irlanda: con una tierna ingenuidad, me sumergí en Joyce con la esperanza de que me proporcionara un vasto conocimiento de la ciudad de Dublín y de sus moradores).

            Muy a menudo se ha interpretado Dublineses como una crítica hacia la Irlanda del momento, que el propio Joyce reconoció focalizar en Dublín mediante una sinécdoque patria. Joyce, que se tenía a sí mismo por un narrador naturalista y por tanto fiel a la verdad casi como un cronista (al menos en lo que a Dublineses se refiere) explicó a su editor que si había elegido Dublín era porque esta ciudad le parecía “el centro de la parálisis”. Esa curiosa definición parece proceder del arraigado provincianismo con que el Joyce autoexiliado, que ya había vivido en París, Zurich y Trieste, observaba la Irlanda de comienzos de siglo.

            Sin embargo, la crítica hacia su país resulta algo atemperada. Joyce puede resultar burlón en ocasiones, pero huye de la condescendencia y no se ensaña con sus personajes. La mofa parece incluso afectuosa. Uno se pregunta si un Joyce que nunca hubiera abandonado Dublín y hubiese tenido que soportar de forma permanente las pequeñas miserias de sus compatriotas, se habría mostrado tan indulgente.              

            El libro se publicó en 1914, si bien una buena parte de los relatos habían sido escritos varios años antes por un jovencísimo Joyce. A través de las quince historias transitan los conflictos de la época como corrientes subterráneas que de repente emergen para volver a desaparecer poco después. Y a pesar de ello, dichas tensiones resuenan de un modo un tanto ingenuo. Por mucho que se nos insinúe el conflicto, las tribulaciones de la primera década del siglo XX nos parecen envueltas aún en cierta candidez. Cómo no compadecerse de las cuitas de quienes ignoraban que, a la vuelta de la esquina, les esperaba la cruenta Primera Guerra Mundial seguida casi a continuación por la Guerra Civil Irlandesa. Quizá por ello, el mundo que retrata Joyce resulta remoto, previo al tajo en la historia contemporánea que supone el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo, y aparece así embebido en una neblina de nostalgia que remite a la infancia como territorio ya extinto.

            El último relato, el celebrado Los muertos que John Huston llevó al cine durante sus últimos meses de vida, funciona casi como alegoría de todo el libro. En él encontramos a la señorita Ivors, que, mostrando una de las tensiones antes mencionadas, afea a Gabriel Conroy su conducta por escribir en un periódico “probritánico” y por perder el tiempo viajando por el continente en lugar de hacerlo por “su propio país”.

            Con respecto a esa idiosincrasia irlandesa, recuerdo la primera frase de un resumen de la historia de Irlanda que leí hace años en una guía turística. Venía a decir que el hecho más relevante de su historia había sido algo que en realidad no había sucedido: el hecho de que nunca hubiera sido invadida por los romanos. Aunque hoy hay cierta controversia en cuanto al grado de relación entre las antiguas Hibernia y Roma, es cierto que jamás fue parte formal del imperio. La isla quedó así fuera del devenir común de Europa al menos hasta la evangelización de San Patricio en el siglo V.

            Ese aislamiento por motivos geográficos e históricos se manifestó en un devoto catolicismo e incluso en la pronunciación romana del latín (a diferencia de una pronunciación de carácter medieval, más extendida). Joyce referencia el aislamiento en la escena en la que un personaje se queja de la poca calidad de los tenores de la época. Sin embargo, otro personaje, más al corriente de la situación, le asegura que hay tenores en activo tan competentes como los de cualquier época pasada (cita a Caruso); lo que sucede es que cantan en París, Londres o Milán, y no en el provinciano Dublín.   

            Pero es sin duda el final de Los muertos, misterioso y extremadamente sencillo al tiempo, el que funciona casi como telón de una época a punto de consumirse. Conroy, que parece un trasunto del propio Joyce (profesor, viajero, escritor y escéptico con el auge del nacionalismo) se hunde en una reflexión melancólica que es introspectiva y pública a la vez.

            En la fiel adaptación de Huston, rodada sobre unos decorados exquisitos y sostenida por unas sutiles interpretaciones, vemos el jugueteo hipnótico de la nieve que va sepultando Irlanda, como un manto suave que silencia las voces y las absuelve de todos sus pecados.

 

 

 

Dublineses

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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