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ISSN 1989-4163

NUMERO 37 - NOVIEMBRE 2012

Prueba de Sabor

Rubén Castillo

Autor: Fulgencio Martínez. Editorial: Renacimiento. 136 páginas. 10 €

Desde hace tiempo, leo la poesía de Fulgencio Martínez con un respeto y una reverencia indesmayables, quizá porque advierto en sus versos los fulgores de un estilo otro, de una arquitectura interna que se diferencia ostensiblemente de los demás poetas a quienes frecuento. No se trata, desde luego, de una situación de superioridad o de inferioridad, sino de distinción. Cualquier poema de Fulgencio establece su propio canon e inunda la mente del lector con su particular cadencia interna de ritmos y propuestas filosóficas. En esta Prueba de sabor, que nos llega de la mano de la editorial sevillana Renacimiento, el poeta comienza su obra (madurísima ya) planteándose no sólo la noción de los límites, sino también la noción de ‘utilidad’ de su mensaje lírico (“¿Puede lo que uno escribe / servir de alguna ayuda / en un tiempo de emergencia social?”, p.16). Y, a continuación, se dispone a desentumecer nuestra inteligencia con una serie de sentencias hondas, en las que podríamos detenernos a reflexionar durante horas... o quizá durante toda nuestra vida (“Lo pequeño es infinito / si encontramos la medida del deseo”, p.25). Pero tampoco renuncia, como es habitual en sus páginas, a las emociones más dulces y tibias, como cuando nos acerca la imagen de un anciano que arroja migas a los pajarillos (p.24). Tales condiciones (la densidad filosófica, la ternura lírica) no impiden que, en ocasiones, el poeta se adentre por otros senderos menos habituales, como en ese texto que titula Ecopoema para pedir la abolición de la esclavitud silenciosa de nuestros días, donde se pregunta si la cola del paro no es un tema lo suficientemente preocupante como para que los poetas se dediquen a su análisis. O que nos revele sus filiaciones intelectuales en medio de un poema, con un mecanismo tan chocante como creativo en el aspecto léxico (“Este místico blasotear, unamuniar, / pascalear, kierkegaardear...”, p.91). Y es que ése es otro de los aspectos que hacen brillante y luminoso este libro: Fulgencio Martínez no se limita a poetizar sus ideas con suavidad o con música, como hacen otros poetas, sino que establece un auténtico, encarnizado combate con la materia verbal: emplea encabalgamientos abruptos, se muscula mediante metáforas intrépidas, fuerza adjetivaciones singulares... De tal suerte que los lectores tienen que estar pendientes de cada sustantivo, de cada giro, de cada jeribeque sintáctico, porque suele haber una intención oculta detrás de esos juegos. Lo he dicho alguna vez con respecto a la obra de Fulgencio Martínez y vuelvo a repetirlo: se lee esta poesía con la concentración de estar adentrándose en un texto sagrado, complejo, lleno de inteligentes sustancias interiores. No se puede viajar por estos versos sin proveerse de bombonas de oxígeno, porque la inmersión es larga y nos agotará los pulmones (o porque la ascensión es ardua y fatigará nuestras reservas de aire, como prefieran). Leer al poeta Fulgencio Martínez (1960) implica lentitud, paciencia, reflexión. Hay que actuar como un sumiller: tomar el poema, acercarlo a los ojos (y a la inteligencia); saborear con los labios, con la lengua, con el paladar; percibir el aroma, destilar esencias... Fundirse con el objeto poético y tratar de entender las mil luces que nos acechan en su interior. A veces, con tono de Jorge Guillén; a veces, con esquirlas de E. M. Cioran. Saldrán exhaustos de ella quienes lo intenten. Saldrán enriquecidos.

Prueba de sabor

 

 

 

 

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