Avanza en medio  de la ventisca con la mochila en la espalda y la escopeta colgada de un hombro.  Los abundantes copos y el viento que los impulsa le impiden ver con claridad y  camina guiado más por su sentido de la orientación que por lo que le muestran los  ojos. A su alrededor, una vasta extensión yerma y blanca. Sabe que en varios  kilómetros a la redonda no hay dónde refugiarse. Aunque va vestido  adecuadamente para soportar las bajas temperaturas, el frío es tan intenso que  le agarrota los músculos. Debería haber estado atento al temporal, pero seguía  el rastro de un ciervo y prestaba más atención a las huellas que iba dejando el  animal que a las advertencias del cielo. Por eso la tormenta le ha pillado  desprevenido. La ventisca viene de frente y es como si le tirasen arena a la  cara. Tampoco ayuda que haya tanta nieve acumulada. Mover las piernas requiere  esfuerzo y sacrificio, más cuando al andar se hunde hasta la cintura. Una vez  que deje atrás la tundra, el terreno desciende considerablemente. Tiene llegar  hasta allí cueste lo que cueste. De vez en cuando el viento cambia de dirección  y es entonces cuando puede mirar al frente. Su gran temor es que esté caminando  en círculos. Cree que quedan un par de kilómetros antes de que el cerro empiece  a descender. En cuanto alcance la protección del bosque buscará un refugio,  encenderá una fogata y podrá entrar en calor. 
         Es posible que se haya desviado. En un paisaje  donde no se puede tomar referencias es difícil orientarse, más si la ventisca  te escupe esquirlas de hielo a los ojos. Se detiene para echar una ojeada. Pone  su mano enguantada a modo de visera y fuerza la vista buscando un punto en el  horizonte. Imposible ubicarse. No tiene claro si seguir con la ruta que lleva o  cambiar de dirección. Decide hacer caso a su instinto y seguir por donde va.  Tarde o temprano tendrá que llegar a alguna parte. Por ahora, tiene la  impresión de que estuviera andando sin avanzar, igual que en una cinta  mecánica. Si no fuera porque el surco que va dejando a la espalda, diría que en  todo ese tiempo no se ha movido. Sigue caminando. Luchando con la gravedad que  tira de él y le hunde en la nieve, haciendo frente al cansancio y al viento  endemoniado. Fue su padre quien le descubrió los secretos del bosque. Él le  enseñó a diferenciar las huellas y las heces de los animales, a seguir su  rastro, a interpretar tanto los signos del suelo como los del cielo. Por eso,  si él estuviera ahí, sin duda, le daría un buen pescozón por haberse dejado  atrapar por la tormenta. Una torpeza por su parte, un fallo estúpido digno de  un novato o un idiota. Puede escuchar claramente su voz ronca: El bosque y la  montaña están sembrados de tontos que no han hecho caso de las señales que deja  la naturaleza. Cuando se lo oía decir, en su mente infantil veía a zombis  saliendo de sus improvisadas tumbas, muertos vivientes que le atraparían si no  seguía los consejos que le daba. Su padre, tan estricto, tan exigente, siempre  borracho de sus propias palabras. El viento en contra o de costado, nunca a  favor, como la vida misma. Luchar, seguir, a pesar de las zancadillas. ¿Ves  esas huellas de ahí? Observa cómo las pezuñas se dividen en dos. ¿Y esos  excrementos junto al nogal? Señal de que en las ramas hay un nido. Esas bayas  son comestibles, pero esas otras te causarán un buen dolor de estómago. Parecen  iguales pero no lo son, aprende a distinguirlas. Escucha el canto de ese pájaro  ¿Sabrías decirme de qué especie se trata? Huele el aire, aspira su aroma,  presta atención y con el tiempo sabrás reconocer de antemano la llegada de la  lluvia, podrás anticiparte a las nevadas, huir del relámpago y del viento.  Aprende de mí, de mis enseñanzas. Está agotado y le duelen las piernas y el  pecho. El dolor es la debilidad abandonando el cuerpo. Aguanta, diría él  poniéndose firme y sacando pecho como un gallo de pelea. El espíritu se  fortalece a base de sufrimiento. Él y sus sabias palabras, él y sus cejas  despeinadas, él y sus ojos negros y pequeños como cagarrutas de cabra, él  imponiéndose al mundo, proclamándose Dios y Señor de todas las cosas. Palabra  de Dios. Te alabamos, Señor. No pensarás que un jabalí se va a poner a tiro así  como así, no, deberás buscar el abrevadero donde bebe, esconderte y esperar. La  caza no está pensada para impacientes. Pasarán horas antes de que el verraco  aparezca. Tendrás que aguardar en silencio, inmóvil, casi sin respirar, atento  en todo momento a los cambios del viento. La ventisca arrecia. Tiene que  inclinarse hacia delante para compensar el empuje. Sus fuerzas están al límite.  Necesita un respiro. Coger aíre y descansar los músculos. Deja la escopeta y la  mochila sobre la nieve y escarba un agujero para acuclillarse dentro. Descasará  durante unos minutos y luego seguirá. Maldita tormenta. Le ha tendido una  trampa y él, como un tonto, ha caído en ella. Ahora toca luchar para escapar.  Así hace el zorro cuando queda atrapado en el lazo de alambre, muerde la  extremidad hasta amputarla. Sacrifica una parte de sí mismo para salvar el  pellejo. Eso sí, antes de morder y llenarse la boca de sangre se ha que tener  claro que después hay de valerse de tres patas para alcanzar a la liebre que  será el sustento. Si frotas romero o lavanda por la ropa camuflarás el olor  corporal y podrás acercarte más a la presa. El viento berrea salmos funerarios.  Su padre, al frente, dirigiendo un coro de voces desafinadas. A la presa hay  que brindarle una muerte digna. Su carne será la propia una vez digerida. Igual  que la hierba masticada forma parte del propio animal. Se acurruca en el hueco  excavado, como un feto en su placenta. Pega las piernas al pecho y se abraza a  ellas, hecho un ovillo, redondo como una semilla. Podría quedarse ahí hasta que  llegue la primavera, invernando como un oso en la osera. Abandonarse al sueño y  dejar que la nieve le arrope con su manto. Y cuando el deshielo rompa aguas,  nacer de la escarcha en un parto lento y sin dolor. Reverdecer en medio de un  charco de aguas derretidas y ser parte de la piel del paisaje.