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ISSN 1989-4163

NUMERO 63 - MAYO 2015

Cuestión de Chip

Rosa Mª Ortega

 

A veces, creo que en algún momento de mi existencia me han implantando un microchip en el lóbulo (cualquiera de los cuatro lóbulos de cualquiera de los dos hemisferios cerebrales, da igual). Un chip encargado, a lo largo de estos años de vida míos, de instaurar una rigidez un pelo radical y distinta de la rigidez de muchos de los demás. Tal vez, “rigidez” sea un término que única y exclusivamente conozca y promulgue yo, y dé luz verde a ese permanente caso omiso que muchos de los demás hacen a todo aquello que supone responsabilidad y/o respeto, con cordura, en ciertos asuntos de suma importancia vital. ¿A que no te has enterado de nada? Ni falta que hace que te enteres, tú sigue leyendo.

Me duele el lóbulo. Y que me duela el lóbulo, no es la cuestión, sino la consecuencia. La cuestión es que llevo dos horas de reloj intentando trabajar en la redacción de una emisora de radio, sentadita en la silla, entretanto asisto a un arsenal de ruido, charla y carcajada punzante y sardónica, de dos señoras cuyo tono y timbre vocal está 500 decibelios más allá de los míos, bajo el auspicio y mecenazgo de un señor que se une al jolgorio en larga pausa de antena en directo, con esos santos dos cojones que le cuelgan de la entrepierna. Dos cojones. Dos horas. De reloj. De banda sonora de insolencia y petulante puesta en escena, con aderezo de merienda (galleta y rosquilla de crujiente masticado), que resuena de lo lindo, y no tan lindo, en cualquier lóbulo de cualquier cabeza, si eres capaz de aguantar más de 5 minutos la trapatiesta.

Ese circuito integrado, montado sobre una placa de silicio (o sea, el microchip) de supuesto implante que debo de llevar en algún lado frontal o parietal, me concede el planteamiento de una cuestión irrisoria: “¿Qué absoluta falta de consideración y cortesía otorga a un compañero de trabajo y a personas que andan de visita, el poder de vociferar y festejar en las narices de quien intenta realizar sus tareas laborales?” Y, en ese instante en que me hago esa pregunta, intuyo que el señor y las señoras de marras, no llevan implantado un microchip que les infunde respeto alguno por la labor ajena. Y en ese instante también, es cuando me siento sola.

Dos horas después, en este preciso momento, al oír (que no escuchar) crujir la puerta tras ell@s, entro en compañía del delicioso bienestar que da el flamante silencio. Tan rival a veces, tan efímero. Tan amante, tan amigo. Tan fiel en mi más profunda intimidad. Tan cobijo de lágrima y sonrisa. Tan palmada en el hombro. Tan bonito. Que os den, verduler@s.

El chip de mi lóbulo capta detalles ínfimos de otras realidades paralelas, en un lugar distinto. Por ejemplo, la República Independiente de Mi Casa (eslogan tiempo atrás de una tienda sueca de muebles, que ahora es una puta alfombra que da la bienvenida a montones de hogares copiones y faltos de creatividad alfombrera). El detalle que captó mi circuito con placa hace 3 días, al llegar a casa, abajo, en el “hall” (otra perogrullada: calco british o genuinamente americano del “vestíbulo” de toda la vida de Dios), es la visión ocular dañina de un par de sillas de oficina, color azul celeste, justo en el tramo lateral izquierdo, al pie de la escalera.

Vale que ciertos vestíbulos de ciertos edificios con cierto glamour y dotación de portero permanente, gustan de silloncito a la entrada. Aunque… si te digo lo que pienso, y no te miento, en la vida he visto yo a nadie en su sano juicio sentarse en uno de esos sillones de vestíbulo, y no acierto a comprender ¡¿para qué coño están ahí?! Pero, digamos que lo acepto, por si algún viejo inmueble de clásica arquitectura y majestudosidad tuviese visita nocturna de espectros con ganas de echar la siesta en un sillón. Total, que en una vivienda de seis vecinos, en pleno barrio de clase, digamos, trabajadora, falto de ostentación hasta en la mustia planta que a mi vecina la del 3º le dio por poner en uno de aquellos días infames que tienen las vecinas del 3º, no hace ninguna, pero que ninguna falta, que a algún lumbreras se le ocurra colocar dos sillas de oficina, que hacen las veces de sillón vestibulero. So'tonto. Más que tonto. Porque está feo. Pero mucho. Rematadamente feo. Pero el caso es que debo de haber transmitido una suerte de ondas electromagnéticas mediante el chip, y ya no están las sillas en el ”Hall”. El lumbreras debe de haber captado mi desaprobación, y han desaparecido las sillas. Sencillamente, ya no están. NO SILLAS. Y esa es sólo una de las propiedades extraordinarias e indisputables de mi aparatejo cerebral. Que tengo otras. Pero vamos a dejarlo aquí. En esquiva, en adusta, rigurosa, con dote de seriedad adquirida mediante la experiencia que dan los grados.

Dejémoslo en que…debo de tener un microchip de esos implantado en el lóbulo. No sé en cuál de ellos, porque hay ocho, cuatro por cada hemisferio. Pero que tengo un microchip, eso seguro. ¿Qué te juegas?

 

 

 

 

 

 

Morcilla española

 

 

 

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