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ISSN 1989-4163

NUMERO 141 - MARZO 2023

 

El Coleccionista

Joaquín Lloréns

Mientras contemplaba las pequeñas olas romper contra los cantos rodados de la cala próxima a Sa Pedruscada, vi mis manos agarrando el cuello de Feliciano y manteniendo su cabeza bajo el agua hasta que sus piernas dejaban de patalear.
Feliciano lo había logrado. Me habían suspendido de empleo y sueldo durante seis meses por motivos disciplinarios. La jugada había sido maquiavélica. Hacía mucho que aquel arribista de ojos saltones me tenía bajo la lupa y, a pesar de mi experiencia, caí como un colegial. Cuando me envió a tomar declaración a Luna Expósito con motivo de la denuncia de un robo en su domicilio, Feliciano se olvidó de darme algunos detalles. Tras apuntar en mi cuaderno las circunstancias del robo –la víctima se había olvidado cerrar la puerta del balcón y le habían robado el móvil, mil euros en efectivo y una tablet que se había dejado sobre la mesa del salón al ir a trabajar, con lo que pillar al ladrón era utópico-, Luna, una simpática ecuatoriana algo bajita, me ofreció tomar una copa. Miré la hora y, puesto que ya había terminado mi jornada laboral, acepté. Una vez más, aquella copa acabó entre las sábanas.
Al día siguiente Feliciano me llamó a su despacho y se quedó a gusto el cabrón. Ni siquiera me dio tiempo a sentarme.
- Bien Cenizo… Esta vez estás de mierda hasta el cuello. –Me mantuve en silencio y, lo que es más, conseguí reprimir las ganas de arrearle un puñetazo-. ¿Así que ayer abusaste de tu condición de inspector y te acostaste con una delincuente?
- ¿Sospechosa?
No me pareció necesario negar lo otro.
- Sí. Luna Expósito es prostituta y forma parte de una organización de proxenetas que traen a menores de Ecuador para ser explotadas. –Las manchas negras del tabaco en sus dientes deslucieron su sonrisa triunfal-. Y de tu conversación con ella ayer se puede concluir que, aprovechándote de tu condición de agente de la ley, abusaste sexualmente de ella. Escucha. Esta vez estás jodido.
El hijoputa, expandiendo de nuevo una cínica sonrisa, pulsó una tecla del ordenador y se escuchó la voz de Luna:
- Ahora que nos conocemos íntimamente…, ¿si tengo algún otro problema, puedo llamarte directamente?
- Cuenta conmigo.
Feliciano paró el reproductor. Aquello era intrascendente. A cualquier mujer que conociera, aunque no me la hubiera follado, le hubiera respondido lo mismo, pero, fuera de contexto, y en el marco de una operación como la que me acaba de informar Feliciano, podía ponerme en serios problemas con asuntos internos. Me dije: ¡Basta! Me acerqué hasta Feliciano remedando su sonrisa y le pegué un puñetazo en la cara que le hizo caer de la silla. Me di la vuelta sin esperar a que se levantara. Mientras salía por la puerta pude escucharle:
- ¡Esta vez sí que la has cagado, cabrón!
Me largué de la comisaría y me emborraché. A la mañana siguiente, Fernández, el baboso pelota del cabrón, me entregó una carta con cara de falsa compunción.
- Tienes que firmarme el acuse de recibo.
Era una suspensión de empleo y sueldo por seis meses. Podía haber sido peor. Golpear a un superior en la comisaría podía haber acabado definitivamente con mi carrera y con una querella en los juzgados.
Durante varios días deambulé sin rumbo fijo por Palma. En enero la ciudad no bulle de actividad precisamente, así que cuando tropecé con Llompart, acepté gustoso el gin tonic y la compañía. Llompart me tenía apreció desde que evité a su hijo pasar unas noches en el calabozo del juzgado por un accidente de tráfico sin víctimas, pero con un nivel de alcohol en la sangre que rozaba lo delictivo. Cuando acabé por confesarle mi situación, Llompart me ofreció su chalet en primera línea de mar en las proximidades de Cala Ratjada. A pesar de mi inicial renuencia, acabé por aceptar. Quizás el contemplar el Mediterráneo calmaría mi furia contra Feliciano. Cuando llegué, me aprovisioné de comida, ginebra, vino y güisqui para un mes y me dispuse a hacer vida de eremita enolista. La biblioteca de Llompart estaba bien surtida, así que no me faltaría qué leer.
La zona, apartada, estaba poco menos que desierta a esas alturas del invierno. En las proximidades sólo parecía residir otra persona; un hombre mayor que, luciera el sol, estuviera nublado, lloviera o tronara, cada día, a eso de las once de la mañana, paseaba durante un buen rato por la cala de cantos rodados que tenía delante el chalet de Llompart. Aunque caminaba con evidentes dificultades, apoyado en un bastón, cada pocos metros se agachaba y recogía un canto del suelo. El anciano observaba la piedra y la acariciaba morosamente. En todos los casos, la arrojaba después al agua, a pocos metros de distancia. Y todos los días igual. Aunque mis ganas de socializarme eran mínimas, al cabo de un par de semanas mi curiosidad pudo más. Una mañana que se despertó con un sol especialmente radiante, a las once menos cuarto cogí una silla de playa y me asenté a un par de metros de la orilla, en medio de la cala. Como era previsible, aquel hombre apareció a las once. Vi como me miraba y de inmediato apartaba la vista. Permaneció inmóvil durante unos instantes, como sopesando qué hacer. Por fin, la fuerza de la costumbre pudo más y comenzó a recorrer cansinamente la playa bordeando la orilla. Aproveché su mayor proximidad para estudiarle. Iba vestido con sencillez: zapatos de lona, pantalones de pana, camisa de cuadros en tonos verdes y jersey caqui en pico. Unas hebras de pelo canoso y despeinado vestían sus sienes y su calva brillaba en la parte alta del cráneo. Como ya había observado los días anteriores, era evidente que le costaba andar, lo que hacía más sorprendente que caminara cada día sobre la irregular superficie de las piedras elipsoidales. Cuando se encontraba a menos de dos metros de mí, le saludé: “Hola”. Sin mirarme siquiera, emitió un ininteligible gruñido a modo de respuesta. El cuello, tan delgado como el resto del cuerpo, mostraba una piel arrugada, al igual que la cara, con extensas patas de gallo que salían de los ojos y llegaban hasta el nacimiento del ralo cabello de sus sienes; las manos, plagadas de manchas hepáticas, semejaban las de una momia. Le estuve observando a ratos durante toda la hora que, como cada jornada, dedicó a aquella inocua actividad. Desde mi posición no pude descubrir si los cantos que de tanto en cuanto cogía, examinaba y, con
desgana, arrojaba al mar, tenían alguna característica en común. Cuando volvió a pasar frente a mí, en su camino de vuelta, le dije: “Qué día más esplendido, ¿no?”. Esta vez me contestó un lacónico: “No me había fijado”, y siguió con su enigmática ocupación. Me sorprendieron sus ojos. No tenían la mirada cansada y agotada que esperaba. Emitían un brillo intenso, obsesivo, alienado.
Cuando me lo propongo soy difícil de desanimar. Los días posteriores volví a sentarme en el mismo lugar. Al tercer día respondió “Hola” a mi saludo, aunque con rostro serio, concentrado. Al séptimo día, cuando devolvió a mi saludo, me levanté y me situé a su lado. Me miró con desconfianza, pero no dijo nada. “¿Quiere que le ayude?”. “No”, fue su tajante respuesta. Haciendo caso omiso de su negativa, comencé a caminar a su lado y, al cabo de unos minutos, pareció olvidarse de mí, concentrado por completo en el examen de las piedras ovaladas. Observé cómo iba recogiendo los cantos. Los mantenía en su mano izquierda –la derecha seguía sujeta al bastón-, las giraba un par de veces examinando toda su superficie y durante un par de minutos permanecía inmóvil y abstraído. Por fin, a la vuelta, cogió una piedra elíptica de unos doce centímetros de diámetro mayor, de color oscuro, casi negro, con dos rayas blancas irregulares que la atravesaban y una minúscula imperfección en uno de los cantos. La estudió de igual modo que las anteriores pero, en esta ocasión, una sonrisa de avara satisfacción le cruzó la cara. Se la introdujo en el bolsillo izquierdo del pantalón y durante unos instantes me dirigió una mirada retadora. Luego, como si considerara que la jornada había terminado, o bien temiera que yo le arrebatara la piedra, se marchó sin seguir buscando. Yo me quedé inmóvil, perplejo. ¿Qué diantres significaba aquello? ¿Estaba aquel anciano tan loco como parecía? No sabía qué pensar. Sí que tenía un brillo demente en los ojos, pero su marcha presurosa, y la mirada final que me dirigió, como temeroso de que yo le quitara la piedra, no parecían las de un chiflado, sino las de un iluminado vigilado por un iconoclasta. No me hizo gracia aquella mirada.
Me fui a casa y me tomé un par de vasos de Rioja. Decidí probar una cosa. Regresé a la playa y durante tres horas estuve buscando entre los guijarros. Me pregunté si de tanto estar solo me estaba yo también volviendo algo tarumba. Por fin localicé uno casi idéntico al que mi estrambótico vecino había cogido. Del mismo tamaño; oscura y con dos rayas blancas que la atravesaban oblicuamente. Me fui a casa satisfecho de mí mismo. A la tarde, tras una breve siesta, me sentí curioso y me dirigí a su casa. Miré por la ventana de la fachada que daba a la cala. Era un salón con un par de sillones, una lámpara, un televisor y una estantería con unos pocos libros desordenados sobre los anaqueles. No se veía a nadie, ni tampoco ninguna piedra. Recorrí el perímetro de la casa. El resto de las ventanas estaban tapadas por persianas mallorquinas de madera pintada de verde vejiga. Algo frustrado, regresé a mi casa.
Al día siguiente, a la hora acostumbrada, me senté en la silla de playa y me dispuse a esperar. Mi taciturno vecino no falló a su cita diaria. Tan pronto comenzó su metódica búsqueda de piedras, me aproximé a él y le espeté:
- He encontrado una piedra como la suya.
Mi vecino me miró con genuina sorpresa y dirigió la vista hacia el canto rodado que sostenía en mi mano. Se la entregué. Él la examinó con atención, acariciando sus cantos. Al cabo de unos segundos, me miró con cara de profundo desdén.
- Es sólo una piedra. No tiene alma.
Y sin más, la arrojó al agua. Yo me quedé sin saber qué decir. El siguió examinando el suelo, olvidado de mi presencia. Mosqueado, le interrumpí de nuevo:
- ¿Qué quiere decir con que no tiene alma?
Se detuvo y me miró súbitamente alarmado.
- ¿Alma? No sé qué quiere decir. Déjeme tranquilo.
Eso hice. Me di la vuelta, recogí la silla y me marché al chalet. ¿Piedras con alma? Ya no albergaba ninguna duda. Aquel excéntrico anciano estaba como una cabra y había conseguido cabrearme. Decidí pasar de él. No volví a la pequeña ensenada pero, cada día, desde el chalet veía retornar al viejo como un reloj y examinar una y otra vez aquellas malditas piedras. Sin embargo, el quinto día posterior a nuestro encuentro, no hizo acto de presencia. La mañana era ventosa y amenazaba tormenta, así que imaginé que habría decidido no arriesgarse a coger un resfriado, siempre peligroso a una edad avanzada como la suya. Pero cuando al día siguiente tampoco apareció, me extrañó. Me dije: “Que le zurzan”. Mas una hora después seguía dándole vueltas. Por fin, mi sentido del deber pudo más que mi enfado con aquel lunático y me encaminé a su casa. Miré a través de la misma ventana que la vez anterior. El añoso hombre se encontraba inmóvil y semitumbado en el sofá. Haciendo de tripas corazón, toqué con los nudillos en el cristal. No hubo reacción. Golpee más fuerte, hasta que temí que rompería el cristal. Sospeché que quizás estaba muerto. Por si acaso, regresé a mi casa y cogí la ganzúa que siempre viaja conmigo. Ya de vuelta, miré de nuevo por la ventana. El hombre no se había movido. Por si acaso, volví a golpear el cristal con la misma falta de respuesta por su parte. No me costó forzar la cerradura. Entreabrí la puerta y grité un “Hola”. Espere un minuto, repitiendo varia veces el saludo. En vista de que no había respuesta, me dirigí al salón y le zarandeé el hombro. Cayó sobre el sofá, inerte. Le busqué el pulso. Nada. Marché de vuelta a mi casa y llamé al 112, donde me identifiqué e informé de que creía que mi vecino había muerto ya que, al no saber de él en un par de días, acudí a su casa y lo había visto inmóvil en el sofá, sin que respondiera a mis llamadas y golpes en el cristal.
Una hora después apareció una pareja de la Guardia Civil de Artá. Conocía al sargento, Luis García. La vieja guardia de Mallorca nos conocemos todos. Le relaté a Luis el mismo cuento que a emergencias y, tras responder negativamente a su irónica pregunta de si no había entrado en la casa para comprobar cómo estaba el hombre, les acompañé hasta la casa y les mostré a través de la ventana al anciano. Tras intentar infructuosamente llamar la atención del cadáver, abrieron la puerta con facilidad y constataron que había muerto. Llamaron a una ambulancia y al juez de guardia. Aproveché para irme a casa. Un par de horas más tarde, llamaron a la puerta. Era García. Le dejé pasar.
- Parece que a las Fuerzas de Seguridad nos sigue la muerte, aún no estando de servicio. Me he enterado de que te han suspendido.
- Sí, Feliciano me la jugó. Al menos las ganas reprimidas de pegarle un puñetazo no me harán desarrollar un cáncer.
- Ja, ja. Vaya cabrón que es tu jefe. –Sí, todos nos conocíamos-. Sobre el difunto…, según el forense parece muerte natural. ¿Me puedes dar alguna información sobre él? ¿Sabes si tiene parientes?
- Ni idea. Ni siquiera conozco su nombre de pila. Sólo sé que cada día paseaba indefectiblemente por la playa. Y ni ayer ni hoy lo ha hecho, así que me extrañó y fui a echar una ojeada. Cuando vi la postura y que no respondía a mis llamadas, me imaginé lo que había pasado.
- Bueno. Me voy. Si no hay sorpresas en la autopsia, no te molestaré más.
- ¿Quieres un vino?
- No, gracias.
A la mañana siguiente, a las once, me acordé del anciano y de sus piedras. El día anterior no había entrado más que en el salón, así que no había visto dónde guardaba las piedras. Me picó la curiosidad. Me puse unos guantes y me encaminé a su casa. Obvié la cinta policial en la puerta y entré. Recorrí la vivienda con precaución. Por fin, en un pequeño despacho amueblado con una mesa de cerezo cuyo barniz aparecía lleno de arañazos y un sofá, observé sobre un anaquel una colección de cajas de hojalata cerradas y con etiquetas escritas a mano y pegadas con celo: labrador egipcio, soldado germánico, agricultor chino… Cogí esta última y la abrí. Dentro guardaba un canto rodado. Fui destapándolas todas y colocando las piedras que contenían junto a su lata, sobre la mesa. Aparentemente era una colección sin lógica alguna. Las había de diferentes tamaños y, sus colores, tonos y manchas, diferían por completo. No parecía que tuvieran nada en común las unas con las otras. Se me despertó una buena jaqueca. Tenía un zumbido en la cabeza que me hizo augurar una mala tarde, así que me marché a tomar un calmante, que no me hizo falta, pues, cuando llegué al chalet, se me había ido el dolor de cabeza tan de golpe como había surgido.
A la tarde regresé a la casa del anciano y me volvió la jaqueca. Aún así, aguanté y estuve un buen rato examinando las piedras. No conseguía averiguar qué característica las hacía dignas de formar parte de la colección del lunático anciano. De pronto, al mover una, me hice un arañazo y se me encendió la luz. ¡Eureka! Revisé las piedras buscando eso en concreto y confirmé mi suposición. Todos aquellos cantos rodados tenían un minúsculo saliente en algún punto de su canto. El zumbido en la cabeza continuaba, así que cerré los ojos, satisfecho de mi descubrimiento, aunque no supe ir más allá. Me quedé dormido. Me desperté sudoroso y con el corazón palpitando. Miré el reloj. Apenas había sido media hora, pero me había parecido una eternidad. Había tenido un sueño caótico, donde se mezclaban mil imágenes que me impedían comprender qué significaban. Estaba nerviosísimo y la cabeza me zumbaba aún más que antes. Guardé las piedras en sus cajas y decidí llevarme una a casa para estudiarla y ver si descubría algo que no se percibiera a simple vista. Al examinar las etiquetas, una me había recordado a “La historia más bella del mundo” de Rudyard Kipling: “Galeote griego”. En homenaje al hermoso cuento del escritor británico nacido en la India, elegí aquella. Volví a colocar todas las demás cajas en el estante y me marché a mi casa. No fue hasta que me senté en el salón que me percaté de que el zumbido de la cabeza había desaparecido de nuevo. Aún así, mis nervios no se habían recuperado del todo de aquella inextricable pesadilla y no lo
conseguí hasta el tercer gin tonic. Cené ligero y me fui con la lata y su piedra dentro a la cama. Saqué el canto rodado y lo comencé a recorrer con una lupa. No conseguí ver nada especial en su superficie, salvo aquel pequeño pico saliente que parecía ser el denominador común de todas las piedras. Ahora que lo pensaba, sí que era algo extraño, aunque no para coleccionarlas…, al menos una persona cabal. Lo normal en un canto rodado es que, o bien sea uniformemente liso o, si tiene alguna imperfección, ésta sea debida a un golpe que habría mellado alguna parte de la superficie, provocando una fisura o un agujero más o menos grande, pero hacia dentro. Un pequeño saliente sí que es algo infrecuente. No se me ocurría cómo podía haberse formado. El dolor de cabeza se mantenía alejado de mí, aunque vigilante. Apenas sentía un mínimo zumbido, como el de un nocturno mosquito trompetero. Mientras cavilaba sobre ello, se me fueron cerrando los ojos y me quedé dormido.
Me desperté de una apnea prolongada, bien entrada la mañana. Respiré profundamente para que el aire me llenara los vacíos pulmones. Me fui recuperando. Mientras el oxígeno volvía a mi sangre, recordé que toda la noche había tenido sueños extraños y el que me había despertado era uno en el que me ahogaba al hundirse mi barco. Todos tenían el denominador común de que me encontraba en la piel de un extraño. Intenté recordarlos. Habían sido tan vívidos que me parecía imposible que no hubieran sido experiencias reales. Eran retazos de una vida ajena; de los momentos más trascendentes de… La última pesadilla me dio la pista; de un galeote griego. Joder, me dije. Estaba visto que al rememorar el día anterior el libro de Kipling y el concentrarme, justo antes de dormirme, en el estudio de la piedra que me había traído de la casa del lunático, me había dejado la impronta de los galeotes en el subconsciente y toda la noche había estado soñando con que era uno de ellos.
Mientras desayunaba contemplando el mar, seguía dándole vueltas a la noche. ¡Qué sueños! Los recordaba con todo detalle, lo que era raro; en especial los que debía haber soñado horas antes de despertarme. ¡Y eran tan reales! Me sentía como si hubiera pasado de veras por aquellas experiencias. La contemplación del asesinato de mi padre y mi marcha con otros niños cautivos, el hambre y la búsqueda desesperada de alimentos, incluso robando, el enrolamiento obligatorio como galeote por haber sido descubierto hurtando un trozo de pan ácimo y, por último, el terror de la batalla y el hundimiento de la nave. ¡Y qué prolijidad de detalles! La suciedad de las calles y la comida, la basta ropa que vestía la gente, incluso la mía. Comprendí la fascinación del escritor ficticio del relato de Kipling. Si supiera como plasmarlo, en esos sueños había material de sobra para una portentosa novela. Aunque quizás sólo me maravillaría a mí. A veces lo que en un momento nos parece una idea genial, al revisarla uno o dos días después, nos parece mediocre. Pasé toda la mañana tomando notas de lo más fundamental de los sueños mientras su recuerdo permanecía fresco. En general, habían sido sensaciones traumáticas, pero de una intensidad cuasi real. Para cuando me di cuenta, ya era la hora de comer. Examiné las cuatro hojas de anotaciones: eran un caos. No es tan fácil pasar a blanco y negro lo que uno imagina con la cabeza.
Apenas comí y luego di un largo paseo durante más de dos horas. Me encontraba exultante, a la par que angustiado por alguna de las experiencias vividas en esos sueños sin par. Hacía tiempo que no me sentía tan vital. En más de un momento pensé en las palabras del excéntrico viejo coleccionista sobre la piedra que le entregué y él tiró al mar: “No tiene alma”. ¿Era posible aquello? Enseguida desechaba esa idea, por absurda. ¿Acaso me había contagiado
su locura? ¿O era una casualidad, como me decía mi razón? Después de cenar, seguía dando vueltas a aquella lucubración de la vinculación del sueño con la piedra. Por si acaso, la guardé dentro de su lata y la dejé en el salón.
Esa noche no tuve sueños extraños, aunque mi subconsciente debió estar dando vueltas a mi zozobra. Al despertar, tenía tomada una determinación. En cuanto desayuné, cogí la lata con la piedra y la ganzúa y fui de nuevo a la casa del anciano. La dejé en su lugar y examiné, esta vez con suma atención, todas las etiquetas. Finalmente, me decanté por una con la leyenda: “Ramera romana”. Aquello me despejaría cualquier duda. No creía que fuera posible soñar que era una ramera romana. La piedra era de las más pequeñas que tenía la colección. No obstante mi lógica incredulidad, mantuve todo el día la piedra dentro de la lata y tuve una siesta plácida y sin sueños. A la noche, la extraje y la dejé en la mesilla de noche. Antes de dormirme percibí un pequeño zumbido al fondo de mi cabeza.
Me desperté aún de noche y llorando. Miré el reloj: las seis de la mañana. Y sí; para mí pasmo mis sueños habían girado en torno a la mísera y desgraciada vida de una prostituta. Desde la subasta de su virgo en una plaza pública y posterior desfloración forzada, hasta su final causado por unas supuraciones en la piel, probablemente originadas por alguna enfermedad venérea, pasando por innumerables fornicaciones con hombres desdentados, viejos, gordos y asquerosos, palizas, violaciones y exiguas y desabridas raciones de comida. Guardé de inmediato la piedra dentro de su lata y ya no conseguí dormirme. Me levanté de la cama y me bebí dos güisquis de golpe que no lograron disminuir el mal cuerpo que se me había puesto. Si los sueños del galeote habían sido terribles, los de la ramera eran aún más truculentos. ¡Qué vida más atroz! Y aún hay quien se queja de los problemas de hoy en día. En cuanto amaneció, corrí a la casa del viejo lunático y abandoné la piedra a toda prisa, como si de ese modo se pudieran borrar de mi mente las espeluznantes visiones que había tenido.
Durante los dos días siguientes me dediqué a pasear hasta la extenuación por los montes de alrededor para poder caer rendido por la noche y ser capaz de dormirme. La intensidad y realismo de las dos noches de sueños había sido brutal, así como las escenas que había contemplado. Me encontraba traumatizado por completo. El tercer día me desperté con otro ánimo y decidí hacer una última prueba. Si, como parecía, a pesar de lo descabellado que era, las piedras guardaban las experiencias más marcadas de algunas personas, no todas debían ser horrísonas. Así, volví de nuevo a la casa y saqué cada uno de los cantos rodados. Volví a sentir la dolorosa vibración en mi cabeza, pero esta vez comprendí que surgía de las piedras. Por eso, cuando había tenido sólo una piedra a la vista, había sentido un mínimo zumbido al relajarme y no se percibía durante el día por los ruidos o distracciones ambientales. Pero todas expuestas a la vez sí que hacían notar su vibración. No pude conjeturar si era una vibración, una radiación o qué. Volví a ir guardándolas y constaté como el zumbido iba disminuyendo. Estaba claro que aquellas piedras sí tenían algo especial. Ya con todas en sus cajas, releí una vez más las etiquetas mientras pensaba en el vejestorio que las había encontrado. No me extrañaba que fuera tan singular. Si las había usado todas, y las etiquetas así lo corroboraban, debía estar absolutamente perturbado. Me decanté por fin por una: monje budista. Si alguien podía haber tenido una vida tranquila y elevada, ese era un monje budista, me dije. Intenté disfrutar del resto del día distrayéndome con la radio, pero no conseguía alejar mis pensamientos de
aquellos dichosos guijarros. Por fin llegó la noche y esperé hasta notar que el sueño llamaba a mi cabeza antes de sacar la piedra. En mi espíritu había más miedo que otra cosa.
Cuando desperté, el sol ya iluminaba Sa Pedruscada. Me sentía apesadumbrado de veras. Sí, la piedra no había fallado, pero el sueño había sido desgarrador. La niñez aterrorizada por un padre maltratador, el agotador trabajo infantil en las inundadas terrazas de arroz, los bastonazos del maestro, la paliza de un señor en cuyo camino se cruzó, ya de monje, el atropello del carro de bueyes, la gangrena posterior y la terrífica amputación con una sierra para detenerla, y la muerte de hambre tirado en un camino embarrado. ¡Malditas piedras! Sólo mostraban experiencias terribles. Llevé de nuevo la piedra a la casa del anciano muerto y me alejé presa de una inabarcable melancolía.
Durante unos días no me he asomado por la casa del coleccionista de piedras. A pesar de las traumáticas experiencias de los sueños, siento un ansia devastadora de conocer más vidas, pero soy consciente de que si sigo utilizándolas me volveré loco y perderé todo interés por la vida real. Tengo que tomar una decisión: o abandonarme a las dantescas experiencias almacenadas en la colección de piedras y dedicar el resto de mi vida a soñarlas y, como el anciano, a entretener mis insípidas horas de vigilia buscando nuevas piedras para mi colección, o tirarlas al mar en un lugar donde nunca nadie las pueda encontrar y rezar para que el tiempo vaya difuminando en mi memoria las horrísonas experiencias vividas en sueños.

 

 


 

 

 

El coleccionista

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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