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ISSN 1989-4163

NUMERO 141 - MARZO 2023

 

Lucía

Emy Luna

Relato finalista de Caixaforum

Por más que lo intentaba no lograba desprenderme del recuerdo de Lucía. La memoria me traicionaba: Lucía entre las olas, Lucía bajo los jazmines… Como si no hubiera más espacio en mi cabeza para otro pensamiento que no fuese ella ni más placer que no fuera el que su sólo recuerdo me provocara.

La primera vez que la vi, con las primeras luces del día, acompañaba a mi madre al triduo de la Patrona; el leve vaivén de su enagua de batista perforada al compás de sus pasos, el movimiento cadencioso de sus caderas al subir los peldaños de la iglesia por la mañana temprano. Entraba despacio, respetuosa, caminando hacia el Sagrario con una devoción sin límites, dejando tras de sí un aroma que enviaba al olvido el de los claveles y gladiolos del altar. Tras santiguarse, se arrodillaba, escondía su cara entre las manos y sollozaba entre las flores. Desde el primer momento creció en mí una enorme curiosidad por descubrir qué motivos llevarían a una mujer tan bonita a ese sufrimiento. A partir de aquel día, me acostumbré a ir diariamente a la Iglesia antes de entrar en la oficina. A veces llegaba tarde al trabajo, pero no me importaba demasiado. Sólo tenía que intentar que mi madre no se enterara de ello. Por lo demás, lo que realmente me importaba era pensar en Lucía. Su olor y el vuelo de su falda se mezclaban con el café y las noticias de las ocho de RNE. De noche, su presencia bordaba mis sueños con festones de enagua.

Al cabo de los meses, una invitación de un compañero de oficina a la despedida de soltero de uno de los jefes me dio la oportunidad de conocerla. Normalmente nadie me invitaba a nada, y no los culpo. Era difícil despertar interés con mi aspecto vulgar y mis ropas grises; mi inclinación exagerada sobre la mesa había ido configurando una joroba en mi espalda que contribuía a la fama que, con el paso de los años y unido a otros detalles, fui adquiriendo de bicho raro.

Al entrar en el club “sólo para hombres”, entre los codazos de mis compañeros, mis ojos se dirigieron sin remedio a la chica que servía copas tras la barra. Era preciosa y con esa manera de hablar tan sensual que tienen las sudamericanas. Casi todas las chicas del club de alterne procedían de esa parte del mundo de la que apenas conocemos las escabrosas noticias de la televisión y las últimas publicaciones de escritores famosos. Cuando ella bajó la escalera de mármol rojo, parsimoniosa, consciente de que todo el universo masculino del local la miraba, todo lo que le rodeaba se disolvió entre el humo de los cigarrillos y la pesada atmósfera del lugar. Apenas había hecho descender los últimos escalones cuando los tuvo que volver a subir, esta vez acompañada. En el tiempo que estuvimos allí, la operación se repitió, sin pausa, varias veces más.

Tras decir adiós a mis compañeros en la puerta del local (despedida que podía haberme ahorrado habida cuenta de que nadie me contestó), y las luces de un día que auguraba tormenta comenzaban a alumbrar los recovecos del parking, miré el reloj: la hora se acercaba. Mis compañeros se fueron y yo me quedé esperando dentro del coche. Lucía salió y, de no ser por el movimiento de sus caderas y el vaivén de su enagua, no la hubiera reconocido. Llevaba aun restos del maquillaje nocturno que se esforzaba en borrar con algo parecido a una toallita. Salí del coche sin hacer ruido y la seguí a una distancia prudencial. Atravesó el descampado que servía del límite al pueblo y enfiló la calle principal hasta entrar en la iglesia, con la cabeza gacha, como si su nuca soportase todo el peso de las nubes de verano y las tormentas de su mundo interior.

La escena de todos los días se repitió una vez más, pero esta vez decidí aclarar mis dudas aún a costa de llegar tarde a casa y buscarme una buena bronca con mi madre, que, porque siga viviendo en su casa pasados los cuarenta, cree que puede entrometerse en mi vida. Cuando Lucía salió de la iglesia con los ojos emborronados en rimel, sombra de ojos y lágrimas, le pregunté con mucho tacto el motivo de su reiterado sufrimiento. Me reconoció con pericia como uno de los clientes del club de la noche anterior y me confesó en un alarde de sinceridad el problema que desde hacía tiempo la acuciaba. Eran los remordimientos, a los que se sumaba, como incremento a su dolor, la vergüenza de tener que atravesar diariamente el pueblo, como humillación obligada por su pecado, para ir a la única iglesia que había y llorar a placer. Le pregunté que por qué no lo dejaba; a lo que respondió que lo había intentado varias veces pero que le era imposible, por motivos que no podía confesarme.

Como no podía dejar de pensar en ella y en su incapacidad para resolver su problema, decidí aminorar su carga y hacerle más soportable su dolor. Desde hace unos días, Lucía no tiene que ir a la Iglesia a llorar y a rezar. He conseguido una imagen de una Virgen de las Angustias en el rastrillo del pueblo de al lado y he fabricado un altar, con la vieja cómoda, en mi dormitorio. Mi madre, feliz por haber encontrado con quien compartir su devoción y los rosarios, ha hecho una funda de cretona para el reclinatorio carcomido que había en el trastero y hemos inundado la habitación de velas y fotografías de santos. Compro gladiolos y claveles todos los días para que, cuando llegue Lucía por las mañanas, exhausta a la salida del club, impregne la enagua que cubre sus caderas con su olor. Algún día reuniré el valor suficiente para pedirle que me enseñe en qué consiste su trabajo… Aquel día en el club, no me atreví a subir las escaleras.

 

 


 

 

 

Lucía

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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