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ISSN 1989-4163

NUMERO 61 - MARZO 2015

Remebranzas (IV) - El Hospital de Birmingham

Joaquín Lloréns

 

A los diez años, el colegio al que acudía mi mejor amigo, Gonzalo, organizó un viaje idiomático de un mes de duración para los alumnos que lo desearan a Birmingham, ciudad en el centro de Inglaterra.

Gonzalo y yo nos habíamos conocido en la parada del autobús que nos llevaría a Lujua a un colegio de monjas que estaba situado donde hoy se encuentra una de las pistas del aeropuerto La paloma. Uno de los dos, nada más vernos, preguntó al otro: ¿Quieres ser mi amigo? La respuesta fue afirmativa y desde entonces fuimos inseparables. A pesar de que, al cambiar de colegio para comenzar primaria, los jesuitas vetaron a Gonzalo porque su padre era director y promotor de la recién fundada Facultad de Sarriko, competencia directa de la Universidad de Deusto, y por ello acudíamos a colegios distintos, ambos pasábamos juntos todas las tardes, bien en su casa, bien en la mía, donde teníamos grandes ideas para entretenernos que no siempre eran del agrado de los mayores, aunque de la mayoría, gracias a Dios, nunca llegaron a enterarse. Recuerdo varías que fueron bastante sonadas. Una consistió en pasar una hora entera en la salita de su casa partiendo en trocitos un par de aquellos gruesos volúmenes de la serie Películas de Walt Disney; idea que hizo poner el grito en el cielo a su hermano mayor, orgulloso propietario de los mismos, cuando nos pilló infraganti. Otra día nos entretuvimos en fabricar aviones de papel que arrojábamos por el enorme patio interior de mi casa que compartíamos con otros muchos bloques y que acabó en competición con los Bermejillo, cuya casa, sita en otra calle, daba también al mismo patio, y que perdimos de forma impepinable, tanto por su frenético entusiasmo, como por nuestra evidente inferioridad numérica, ya que los Bermejillo eran trece hermanos y la fama de sus barrabasadas era célebre en el barrio. El resultado fue que el patio acabó convertido en una versión papirofléxica de la base Davis-Monthan de Tucson. Otra batalla de memorable recuerdo fue la que entablamos una tarde, ya anochecido, con los vecinos del pequeño patio de los baños de mi casa y que, esta vez sí, vencimos de modo apabullante cuando se nos ocurrió la belicosa idea de arrojarles grandes bolas de papel a las que previamente habíamos prendido fuego. Esta última contienda no acabó en tragedia milagrosamente, ya que las bolas caían desde el tercer piso hasta la planta baja, en donde se encontraba la carbonera, ya que aquellos años la calefacción central se alimentaba del oscuro y contaminante combustible fósil. O nos daba por la ciencia, y nos hacíamos con el Cheminova de Jose, el hermano de Gonzalo. Aquel juego era todo un laboratorio nuclear. A los padres de hoy en día se les pondrían los pelos como escarpias si sus hijos tuvieran a su alcance aquellos productos químicos que los niños manejábamos con la inconsciencia de un sabio loco. Un día elaborábamos pólvora con azufre, cenizas de papel y azúcar y dejábamos unas sulfurosas manchas de casi imposible limpieza sobre las superficies donde la probábamos. Otro día se nos ocurría experimentar con el magnesio y el agua y aquello empezaba a producir una espuma que nunca se detenía y que, aún arrojándolo al lavabo, seguía aumentando y aumentando su volumen hasta que el pánico obligaba a pedir auxilio.

Mi padre, a quien todo lo que hacía el padre de Gonzalo, genuino prócer bilbaíno, le parecía bien, solicitó que me incluyeran en aquel viaje a Birmingham, lo que se consiguió.

Mes y medio antes de partir, una noche me encontré verdaderamente mal, con un tremendo dolor, fruto del cual acabé expulsando un vómito verde como no he vuelto a contemplar jamás. Como es lógico, mi madre me llevó al médico quien, tras examinarme someramente, sentenció que aquello no eran sino mañas de niño hiperprotegido ante la próxima separación de sus padres. No me hizo gracia, ya que mis hermanos, mucho mayores que yo, siempre me acusaban de ser un mimado y llevaban muy mal el que yo fuera un niño delicado, lo que trataban de cambiar con un sistema pedagógico más bien dudoso y que consistía en hacerme pelear con ellos para recibir una buena ración de golpes que, según su ingeniosa idea, evitaría que fuera un mariquita. Menos mal que no tenía a su alcance la máquina de electroshock. No sé qué hubiera sido de mí, pero lo cierto es que he acabado siendo heterosexual.

Y para la pérfida Albión nos fuimos en nuestra primera experiencia aérea. La despedida fue todo lo emotiva que nuestras madres permitieron y se prolongó casi hasta la misma escalerilla de la aeronave, pues, en aquel entonces, los acompañantes podían llegar hasta el principio de la misma pista, deteniéndose en un minúsculo seto de cuarenta centímetros de altura que daba un aspecto de jardín familiar.

Nuestro alojamiento fue en el Saint Peter´s College, construido en 1852 en estilo Tudor Revival y que estaba compuesto por un lúgubre conjunto de edificios enladrillados, con un edificio principal donde se daban las clases y el comedor donde se servían las comidas, y varios edificios más pequeños con dormitorios compartidos de dos en dos personas y varios pisos. En medio, un gran campo de hierba donde se practicaban el fútbol y otros deportes; y todo el conjunto rodeado por un muro de ladrillos de casi dos metros de altura que le daba un aire sombrío de reformatorio dickensiano. Supongo que si lo volviera a ver hoy le encontraría un encanto especial, pero, en su momento, y en especial de noche, aquello daba más miedo que Shutter Island.

Todos menos yo eran del mismo colegio, por lo que pasaba bastante desapercibido, y no padecía con la comida más que en cualquier otro lado. Inglés se aprendía poco, la verdad. Sólo lo que nos enseñaban en las clases, la mayoría de ellas matutinas. Los agustinos intentaban infructuosamente que fuera de las clases practicáramos el idioma británico y para ello, cada día entregaban unas cuantas chapas que se podían pasar a otro alumno si lo veías hablar en español. Los que eran poseedores de las mismas al final del día eran penalizados. En pocos días, los más trastos se hicieron con ellas y no se molestaron en pasárselas a nadie nunca más.

Los dormitorios eran para dos alumnos y, a una hora determinada, cada noche nos hacían apagar las luces y nos obligaban a dormir, pero siempre había jaleo para enfado del encargado de controlar a aquellos niños. Aún recuerdo como, en una ocasión, viendo la inutilidad de hacernos callar, nos sacó a todos del edificio, en el que estaríamos unos veinte chicos, y nos dejó a la intemperie hasta que nos calláramos, lo que tardó en producirse más de una hora. Una de las noches, se me ocurrió una broma inocente. Secundado por mi inseparable Gonzalo, cogimos el tubo de pasta de dientes y fuimos poniendo un buen trozo de pasta en medio de todas las puertas, excepto en una: la de una pareja que nos había hecho una pequeña jugarreta. Como era previsible, un rato más tarde el vigilante nos llamaba a todos a capítulo para echarnos un rapapolvo. Quiso saber quién era el culpable de aquel pequeño acto de gamberrismo y, como es lógico, nadie dijo ni mú. Como yo había imaginado, el hábil detective llegó a la conclusión de que los culpables eran los únicos que no tenían la mancha y les impuso el castigo correspondiente. Gonzalo y yo apenas aguantábamos la sonrisa y esa noche dormimos con la satisfacción de la labor bien hecha.

A pesar de que el régimen era casi de internado, de tanto en cuando hacíamos excursiones, tanto al centro de la ciudad, como por los alrededores y Gonzalo, en una semana, ya se había gastado todo el dinero para sus gastos que su padre le había dado. El famoso pocket money . No le quedó otra que hacer una de aquellas complicadas llamadas a cobro revertido, persona a persona, a través de una operadora inglesa. El sistema era curioso y hoy nos parece casi antediluviano. Dabas un número de teléfono en España y la conexión solo se establecía si el receptor de la llamada aceptaba hacerse cargo del coste de la llamada. El que fuera persona a persona lo complicaba aún más. Solo se establecía la conexión si, además de aceptar el coste, el receptor de la misma era la persona que el que llamaba había pedido. ¡Qué lejos queda aquel complicado sistema telefónico del roaming actual de los móviles! Tuvo suerte y, en cuanto recibió la nueva remesa, se compró un Subbuteo, un extraño juego de fútbol con una tela que hacía de campo de fútbol, unos pequeños muñecos con una base pesada y unas reglas aún más complejas que las del verdadero juego de personas.

En aquellas excursiones visitamos Coventry, Warwick Castle,… Una mañana nos llevaron a una pista de hielo. Aún no existía Nogaro, una pista de hielo que construyeron en el monte Archanda sobre Bilbao, así que no creo que ninguno de nosotros se hubiera puesto unos patines de hielo en su vida. A pesar de que no estoy muy dotado, que se diga, para los deportes, sólo di con mis huesos en el duro hielo en tres ocasiones. Gonzalo lo hizo por los dos y aún recuerdo que fue en veintitrés ocasiones. De pronto, me comenzó un tremendo dolor en el estómago y tuve que dejar de patinar y tumbarme sobre uno de los bancos junto a la pista. En un momento dado, me puse a vomitar sin comprender qué me ocurría. Todavía tuve que permanecer allí durante más de una hora, hasta que el autobús nos llevó de vuelta al colegio. Me metí en la cama, todavía preso de enormes dolores y, poco después, vino un cura joven que era también médico. Tras realizarme las acostumbradas preguntas sobre el lugar, el tipo y la intensidad del dolor, sentenció: “Como decimos los médicos, más vale meter la mano que meter la pata”. Ante mi incredulidad, el cura con un guante de plástico me metió un dedo por donde la espalda pierde su honesto nombre y, en la única exploración rectal que he sufrido hasta la fecha de hoy, comprobó que el dolor era el que él preveía al hacer presión en un punto derecho del recto y yo dar un bote del daño que me provocó.

Unas horas más tarde me llevaron al hospital. Allí me tumbaron sobre una camilla, en la que permanecí varias horas acompañado por dos de los curas y rodeado de doctores ingleses a los que, si ya de por sí no les hubiera comprendido, con la angustia de la situación podían haberse expresado en arameo. Uno de ellos era negro. Creo que hasta ese día no había tenido tan cerca una persona de color. En Bilbao escaseaban. El cura me dijo: “Descuenta de diez hasta uno”. Obediente, comencé: “Diez, nueve, ocho, siete…”

Me desperté y miré a mí alrededor. Mi vista no conseguía fijar bien los contornos de los objetos. Yacía en una cama en una especie de barracón con luces como globos que, al pronto, recordaban una nave espacial. Fui a incorporarme y un dolor lacerante me golpeó el estómago. Me dejé caer y me hundí de nuevo en el mundo de Morfeo.

Me despertó una señora vestida de enfermera. Me decía cosas en inglés, pero yo no entendía apenas nada. Me ayudó a levantar entre agudos dolores en el vientre. A duras penas comprendí que me acompañaba al baño. “Water closet” era una de las cosas que entendía en inglés. A pasos de hormiguita, un tanto abochornado por vestir un camisón blanco que exhibía mi culo, y entre intensos dolores, atravesé toda aquella habitación. Constaté que estaba llena de camas en las que dormían plácidamente otros niños como yo. Me pregunté por qué sólo yo estaba despierto, cosa que averigüé los días siguientes. No sé si por casualidad o por alguna maligna intención, yo era el primer enfermo de todo el hospital al que despertaban cada día para hacerle la cama. Conseguí orinar a duras penas y tuve que atravesar de nuevo la sala con pasos liliputienses hasta alcanzar mi cama, que habían hecho mientras tanto. Poco a poco fueron despertando a los demás niños. No entendía nada. ¿Qué diablos hacía yo allí? Tras un ligero desayuno, algunos de los otros niños comenzaron a hablarme en inglés. Yo apenas acertaba a balbucear que hablaba poco inglés y cerraba los ojos como para ver si aquella pesadilla desaparecía.

Por fin, unas horas después aparecieron los dos curas acompañados de Gonzalo y me explicaron lo que había sucedido. Me habían extirpado el apéndice, ya que lo que había tenido era un ataque de apendicitis. Tiempo más tarde dedujimos que aquella noche, meses atrás, en que había sufrido los vómitos verdes, debió de ser un primer aviso del apéndice. Ante mi alarma primero y mi resignación después, me informaron de que iba a permanecer allí durante unos días. Tras la imposibilidad de ponerse en contacto con mis padres, que estaban en una finca en el interior de Alicante junto a los padres de Gonzalo, se habían visto obligados ellos a autorizar la operación, pues había un serio peligro de que se produjera una peritonitis. En estas apareció un señor negro que, según me explicaron los curas, resultó ser el cirujano que me había operado. Me pareció la mar de exótico eso de que en Inglaterra hubiera médicos negros. Como digo, en Bilbao, apenas había una familia de negros conocida: los Jones, el padre de los cuales había sido jugador profesional con el Atlético de Madrid ya que, aunque educado en Bilbao, los prejuicios de la época impidieron que lo fuera del Athletic, con el que sí llegó a jugar un amistoso. ¡Y a mí me había operado un negro! Lo cierto es que me gustó la idea ya que ello me daba un marchamo indudable.

A la hora de comer llegó la primera prueba de fuego: cómo hacerme entender para elegir el plato que quería. Yo era un mal comedor de primera. No me gustaba casi nada. Y a la hora de la comida no me acompañaba nadie, así que me las tendría que valer por mí mismo, que apenas me podía mover aquella primera mañana. Apareció una auxiliar de enfermería arrastrando un carro de metal plateado en el que había diversas viandas. Para mi alivio, constaté que había pechugas de pollo, así que cuando se dirigió a mí, con la voz todo lo firme que me permitía mi estado, le pedí “kitchen”. La mujer me miró interrogante, así que insistí: “kitchen”. Me soltó una parrafada y por los gestos –el idioma universal que me estaba auxiliando ese día- comprendí que no me entendía. Cada vez más angustiado y menos convencido repetí, cambiando la entonación en cada palabra, a ver si así me hacía entender: “kitchen, kitchen, kitchen”. Ya los demás niños convalecientes me miraban, entre críticos, incrédulos y divertidos. Por fin, a aquella mujer se le ocurrió la única posibilidad viable y me invitó con la mano a que la acompañara hasta el carro. ¡La jodida! Con lo que me dolía caminar, no se le ocurrió acercar el carro, y cualquier se lo explicaba si no era capaz de hacerme entender que quería pollo. Así pues, otra vez a pasear a ritmo de nonagenario hasta la mitad de la habitación seguido por las expectantes miradas de los demás ocupantes de las camas. Al fin alcancé el carro y, señalando el plato de pollo, dije con tono triunfante y con aire de suficiencia: “kiiiiitchen”. La mujer miró el plato, me miró a mí, y entre carcajadas a las que acompañaron los demás ocupantes de la sala, dijo, remarcando la palabra, como en mayúsculas: “Ahhhhh, CHIKEN”. A pesar del alivio que sentí cuando vi que por fin me había hecho entender, noté como mi rostro se ponía como la grana. Había equivocado cocina –kitchen- con pollo –chiken-. Nunca más he vuelto a confundir dichas palabras. Después de llenarme el estómago y, más tranquilo, comprendí que la mujer debía pensar que yo, exótico español, tenía alguna alimentación extraña y que lo que le pedía era que me llevara a la cocina para prepararme mi propia comida.

A los dos días apareció mi hermana Eugenia, nueve años mayor que yo, que estaba haciendo un curso en Exeter. Mi madre había mirado como llegar hasta Birmingham, pero entonces el viajar era sumamente complicado y había desistido. Había conseguido hablar con Uge y le había pedido a esta que viniera a ver qué tal estaba. Estaba a 300 kilómetros y pudo venir en tren. Durante los tres días que permaneció en Birmingham se hospedó en nuestro colegio y acudía un par de horas a la mañana y a la tarde con Gonzalo a visitarme. Con ellos salía a dar pequeños paseos por un patio interior bajo el sol, ya que aquel agosto estaba siendo el más caluroso en muchísimos años.

Aunque solo fueron cinco días, con más penalidades que alegrías, las conversaciones que alguno de los otros niños insistía en tener conmigo y, sobre todo, la imperiosa necesidad de comunicarme para cualquier cosa que necesitara o deseara, lograron que de todo aquel montón de niños bilbaínos que fuimos a Birmingham, el único que sí aprendió algo de inglés fuera yo. Como recuerdo, el día que me dieron el alta y el médico me quitó los puntos, consistentes en un hilo de pita de color azul, este lo guardó en un tubo de cristal y me lo regaló. Reconozco que, como buen alumno de Diógenes, guardé aquel tubo durante muchos años.

De vuelta al colegio, nada más llegar me encontré con que había un partido de fútbol en el que, como es lógico, no pude jugar, aunque sí hice de linier lateral. Como suele pasar en esos casos, de ser un desconocido, pasé a ser casi una celebridad y, el último día, en que hubo una entrega de premios y reconvenciones por buen y mal comportamiento –en base a las chapas idiomáticas y otros criterios indiscernibles- , a mi me otorgaron el segundo, consistente en un Jumbo de múltiples piezas de plástico para montar que, una vez aterrizados en Bilbao, regalé a mi vez a Jose, el hermano de Gonzalo, gran aficionado al aeromodelismo. Para mí, que era uno de los pocos que no eran del colegio, y para todos los demás, quedó claro que mi inesperada operación era el único motivo real para aquel galardón.

 

 

Aeropuerto de Sondika

Aeropuerto de Sondika

Saint Peter's College

Saint Peter

Saint Peter

Saint Peter

Saint Peter

Hospital infantil de Birmingham

Hospital

 

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