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ISSN 1989-4163

NUMERO 51 - MARZO 2014

El Ejército Azul

Jordi Macarulla

Se instalaron en un enorme edificio que hay justo en la entrada de la ciudad. Allí donde terminan los quilómetros de autopista y el paisaje previo de polígonos industriales y nuevas zonas residenciales se humaniza anunciando el final del viaje. Donde las indicaciones alertan de que hay que ir reduciendo la velocidad y el tráfico es espeso como el agua que se agita y se enturbia cuando se acerca a la cresta de las cataratas.

No les hacía falta seguir adelante, aunque si lo hicieran, si mantuvieran la línea recta al divisar los primeros edificios a los dos lados de la avenida, las primeras señales de vida amable en las aceras y la línea de construcciones urbanas en el horizonte, descubrirían una ciudad hospitalaria, una civilización abierta, una cultura integradora y el verdadero significado de la convivencia. Descubrirían lo que tanto se afanaban en esconder para pregonar lo contrario. Por eso prefirieron quedarse al margen porque ese era su cometido, llenar un recinto de los pocos fieles que estando apretados parecerían más numerosos, convocar a los medios para multiplicar imágenes y mensajes, repartir banderas azules que no debían estar quietas y vitorear los anuncios de futuras cruzadas que dispensarían sus líderes desde el estrado, con las primera notas de su himno profiriéndose en la megafonía.

Así lo hicieron. Sus contactos locales, tan afines a sus criterios, le esperaban a la puertas y desviaron a la derecha los destacamentos para desplegar su centro de operaciones con la mayor parte de sus generales que habían sido movilizados para su planificada demostración de fuerza. Se quedaron a las afueras, con el territorio disidente al alcance de su fuego pero con línea directa a la salida por si de pronto había que levantarlo todo y salir huyendo, como suelen hacer los ejércitos invasores que no acaban de dar el paso todavía, pero que amenazan con hacerlo.

Era sábado por la mañana cuando pasé junto a su campamento sin recordar que estaban allí parapetados desde el día de antes (algo había oído en las noticias) en uno de esos generosos pero muy esporádicos paseos matinales que le concedo a mi perro. Pasé de largo. Recuerdo que había llovido por la noche y el suelo estaba mojado. El cielo, todavía encapotado, anunciaba un empeoramiento climático a partir del mediodía, más lluvias que aunque muy localizadas podían ser intensas. Hacía algo de frío y por eso tampoco había demasiada gente por la calle, al menos no la que solía haber por allí los fines de semana.

Horas después, mientras comíamos en casa, pusimos las noticias y vimos fragmentos de sus enardecidas arengas en pleno acto, convenientemente aclamadas cuanto más bélicas se tornaban sus proclamas, como más envenenados salían expulsados los dardos de sus cerbatanas. Sus contactos locales, representantes en el territorio, delegaciones establecidas, o como quiera que puedan llamarse, eran los que más estiraban sus cuellos cuando se disparaban los flashes de las fotos y los que más gasolina derramaban en la fogosidad de sus discursos, como suele pasar en los ejércitos invasores cuando, tras la última batalla, una previsible victoria en el arrasado campo de batalla les daría a ellos el mejor de los destinos. Los enmudecimos a todos con el mando a distancia y seguimos comiendo.

Ya de noche apagué mi portátil y crucé el comedor en dirección a la cocina. Mi perro dormía en su capazo y mi hijo, tumbado en el sofá y a oscuras, veía en el televisor una serie americana. Le pregunté que estaba viendo y me explicó en apenas un minuto el argumento. Una serie de naves extraterrestres se había posado en el cielo sobre las principales ciudades del mundo y se presentaban ante los habitantes de la tierra como seres amigables que querían compartir su avanzada tecnología desplegando todo tipo de estrategias seductoras para engañarlos y después llevar a cabo sus verdaderas intenciones, que no eran otras que hacer de la tierra su fuente de alimento. Sólo unos pocos grupos subversivos parecían darse cuenta y se organizaban en la clandestinidad para revelarse. Porque los visitantes son malos, me dijo mi hijo sin apartar los ojos de la pantalla. Le expliqué que cuando tenía su edad ya había visto una versión antigua de esa serie. Aquella en que los atractivos seres que venían de afuera, cuando no los veía nadie, se tragaban ratones enteros o se arrancaban el disfraz para descubrir al espectador (que no a los habitantes de la tierra) su verdadero aspecto de lagarto. Me miró como si le hablara en chino, quizá en esta versión moderna su forma de mostrar su verdadera condición malvada se hubiera sofisticado.

Al día siguiente, domingo, volví a pasar por la zona del campamento y estaba vacío. Se habían marchado, habían cumplido su objetivo y se fueron por donde dos días antes habían venido. En el enorme edificio y sus inmediaciones ya no quedaba más rastro que algunas pancartas pendientes de descolgar y esas muestras de orden desatinado que dejan las fugas que se hacen con precipitación, las huidas frías que no requieren de la formalidad de las despedidas. Recuerdo que hacía sol y que si tenía que volver a llover no parecía que tuviera que hacerlo en unos días, aunque todavía quedaban charcos en el suelo. Las aceras se habían llenado otra vez de los paseantes habituales y la vida tranquila volvía a conquistar el espacio ensombrecido por los cielos grises y las amenazas de los dos días anteriores. Se habían marchado como si nunca hubieran estado allí, pero sabían el camino y en cualquier momento podían volver, como vuelven los ejércitos enemigos que se saben más poderosos que su adversario.

 

 

 

 

El ejército azul

 

 

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