El  universo entero es un sacramento tremendo, una fuerza y una energía místicas e  inefables veladas por la forma exterior de la materia. Y el hombre y el sol y  las demás estrellas, y la flor entre la hierba y el cristal en la probeta del  laboratorio, son, todos y cada uno de ellos, igualmente espirituales y  materiales, y están sujetos a una acción interior.
        Arthur  Machen
         
        Cuando hace ya  un montón de años (quince o veinte o tal vez más) leí por primera vez La  colina de los sueños, de Arthur Machen, me quedé totalmente deslumbrado por  su extraño sincretismo y por su magia. Comenzaba entonces a dar mis primeros  pasos como narrador y las desventuras de Lucian, enfrentado a la resistencia de  las palabras y el mundo, se me antojaron una especie de solaz a mis propias  frustraciones y esfuerzos. Porque, en tal sentido, este libro es un homenaje al  acto reflexivo del creador: la novela de cómo se escribe una novela, o, en términos  aún más exactos, la novela de cómo se sufre la gestación de una novela.
        Conocía a Arthur  Machen (1863-1947) por sus cuentos fantásticos y su aportación a los Mitos  de Cthulhu, donde sustituye los fantasmas típicos de la literatura gótica  por presencias que se manifiestan en su Gales natal a pleno día, fuera del  contexto clásico en el que hasta ese momento habían sido representadas Sus  relatos más famosos desarrollan desde diversos puntos de vista esta temática,  joyas como El Gran Dios Pan, La luz interior o Vinun Sabbati,  que sugieren la existencia de un mundo invisible tras la apariencia cotidiana  de las cosas y que tradicionalmente han sido incluidas en las antologías más  serias del género.
        Sin embargo, y  pese a la fuerza evocadora de estos cuentos, no es por ellos por los que  hablaré a continuación de Machen, sino por la inquietante novela antes citada, La colina de los sueños, que supuso un giro de ciento ochenta grados en su  trayectoria y que podría ubicarse por méritos propios entre los libros consagrados  del decadentismo.
        Su segunda y  tercera lectura (hace unas semanas) me han revelado algunas claves que en su  día, por falta de documentación, no supe apreciar. 
        En primer lugar,  el simbolismo preciosista que da sentido a sus páginas, esa obsesión del  protagonista por escribir la obra perfecta y desvelar las correspondencias del  leguaje y de los sentimientos. Y, asimsimo, el aroma mórbido y sofisticado que  destila, la fatiga existencial tan propia del esteticismo que enturbia el ánimo  de Lucian en el paraíso artificial y a menudo doloroso de la literatura.
        Partiendo de  estas premisas, y como síntesis personal de todas ellas, Machen decide escribir  un diario de lucha y hastío, narrar las experiencias psíquicas de un outsider  entregado al culto de la belleza y al ritual puro del arte. Plantemientos estos  que, a partir de Baudelaire, ya habían explorado frecuentemente los simbolistas  y que llevó más tarde J.K. Huysmans hasta sus últimas consecuencias en su  novela Al revés, biblia indiscutible del decadentismo. Con la  particularidad de que Machen fusiona lo esencial de ambas corrientes en su  peculiar universo de ensoñación, dando lugar a un libro exclusivo, a caballo  entre la vaguardia estilística y la prosa de ciencia ficción.
        Desde este punto  de vista, La colina de los sueños es un intrincado laberinto de  situaciones que desembocan en un final ambiguo y oscuro: ¿Qué le sucede a  Lucian? ¿Ha soñado su vida o ha vivido un sueño? ¿Ha escrito realmente una  novela o sólo la ha intuido? Preguntas que cada lector debe resolver en función  de las claves que va desvelando en la novela. E interrogantes, en cualquier  caso, a los que se puede dar más de una respuesta. Sin olvidar, como ya antes  señalaba, que Machen es teóricamente un escritor de corte fantástico y que por  tal circunstancia La colina de los sueños tuvo que implicar para él un  doble esfuerzo: el del distanciamiento temático del género, y el de una apuesta  arriesgada por armonizar en su obra las técnicas más complejas del simbolismo y  el decadentismo: la música de las palabras, su ritmo secreto y la asociación  libre de los sentidos para obtener la obra total, una prosa directamente  inspirada en la naturaleza.
        Todo el libro  persigue indiscriminadamente este ideal, la fijación de Lucian por escribir un  texto que conjugue estilo y sensaciones y que facilite al lector la compresión  de las analogías ocultas del lenguaje.
        Quiero escribir  la historia de un Robinson Crusoe del alma - afirmó Machen-, de un hombre  que está solo, no porque se halle en una isla desierta sino por su aislamiento  mental, porque entre él y todos aquellos con quienes tropieza medie un  auténtico abismo. Algo que sólo una pluma como la suya, curtida por  vocación en lo imposible, pudo lograr allí donde muchos otros fracasaron.
        Y, ya para  terminar, una observación quizás un tanto osada: creo que si Machen hubiese  escrito por aquel entonces La colina de los sueños en vez de en  Inglaterra en París, su libro se estudiaría hoy en Francia junto a los de los  grandes simbolistas, en vez de entre los cuestionados y modestos escritores de  ciencia ficción. Aunque seguramente entonces yo no hubiese hablado con tanto  entusiasmo de él en este artículo.