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ISSN 1989-4163

NUMERO 114 - VERANO 2020

 

El Insecto Palo

Ángela Mallén

De Entretanto, en algún lugar
El Desvelo Ediciones. Mayo 2020

Las nubes negras con borde amarillo se rompieron contra las montañas como si fueran cáscaras de huevo, y la luz se desparramó hecha clara y yema dentro del valle. Yo todavía seguía electrizado e imantado. Podría pensarse que mi cuerpo era de hierro y níquel.

Lo había visto un cuarto de hora antes, en el área de servicio de la autopista A-8, mientras espe­raba turno en la cola de la cafetería self-service. Era delgado y huesudo como un insecto palo. Su cara triangular reforzaba el efecto de lepidóptero, su na­riz griega le añadía un porte digno, y sus cejas oscu­ras resultaban un acento, una tilde para subir el énfa­sis de su expresión neutra. Llevaba jeans negros y un jersey pegado de cuello perkins gris marengo. Espe­raba su turno en posición tan erecta que podría ser­vir su espalda para nivelar la pared. Una figura ape­nas real, poco humana. Desde su estatura no miraba a nadie ni parecía concentrado en nada. Se limita­ba a permanecer elevado en el aire del autoservicio como si los cuatro puntos cardinales lo sujetaran y lo enderezaran. Yo no era capaz de despegar mis ojos del insecto palo. Imaginé cómo sería tocarlo, lo mis­mo que un niño siente el impulso de atrapar una la­gartija solo para apreciar su pequeña naturaleza dife­rente. Imaginé sus aristas cortando mis dedos igualque un cuchillo afilado. Porque eran filos sus huesos, no ángulos. Toda una hipérbole de la ligereza y del riesgo. No quería mirarlo más por si él bajaba su vis­ta y me atrapaba en mi silla como un insecto mayor atrapa a la mosca de un lengüetazo. Por eso le lanza­ba pequeños vistacitos mientras me fumaba un ciga­rro a grandes bocanadas. Al ver que él seguía en cal­ma, empecé a demorarme en detalles cada vez más nimios: los ojos en forma de hoja de roble, la me­dia melena ondulada del color de la hojarasca seca, los largos dedos con los que tecleó una sola vez en el móvil. Y también una vez solo tropezaron sus ojos de roble con los míos. Un microsegundo, si existe esa medida. Fue un instante en el que me sentí más consciente por dentro que por fuera. Desapareció la carne y se tocaban mis neuronas, humores y cartíla­gos como si mi cuerpo fuera un paisaje de cielo, tie­rra y agua.

Puede que recordar ese estremecimiento me im­peliera a maniobrar para bajar de la autopista y des­andar la decena larga de kilómetros hasta regresar a la estación de servicio. Mientras tanto me pregun­taba por qué razón se envalentonaba mi yo cuando iba subido a un vehículo. Ante el mundo detenido, sucumbía. Quizás mi espíritu se petrificaba ante las normas. Ahora estaba en modo tregua. Podía es­cuchar mis pensamientos por encima del ruido del coche, de la autopista y del mundo que nunca calla. Podía escuchar también cómo mi corazón acelerado se adelantaba a mis actos. No podía imaginar nadamás allá de volver a mirar al bicho, y quizás rozar al­guno de sus filos. Me parecía que el aire habría de llenarse de un gas ligero, más semejante al helio que al nitrógeno. Helio y oxígeno. Me parecía factible pasarme el resto de mis días rozando las aristas, flo­tando en la vida. Por eso tenía que jugármela.

Y volví allí. Y no tuve que rebuscar ni sufrir. Lo vi sentado en un escalón de la entrada al bar, con las finas y largas patas encogidas como a punto de dar un salto. Cualquiera diría que estaba esperándome.

Se acababa marzo. La arboleda que crecía a la orilla de la autopista empezaba a revivir con ese co­lor de verdura fresca que enciende los sentidos. Yo estaba de pie junto a la puerta del coche cuando los ojos en forma de hoja de roble cayeron flotando so­bre los míos. Y después de demorarse en mirarme, los ojos de roble miraron en dirección a la arboleda.

 

 

 


 

 

Insecto palo 

 

 

 
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