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ISSN 1989-4163

NUMERO 64 - VERANO 2015

Dos Dientes de Oro

Jesús Zomeño

 

El soldado Robico Csorba sentía que la vida era un truco de magia que debía deslumbrar a los espectadores y acabar con un final sorprendente. Amaestrador de osos para el circo, músico por las calles de Budapest, tripulante de alguna gabarra por el Danubio..., eran profesiones que imaginaba al azar, como si las hubiera encontrado en un bolsillo y las lanzara al aire por verlas brillar. Decía de sí mismo que estaba obligado a sonreír, porque tenía dos dientes de oro y lo propio era presumir de ellos. Improvisar los motivos para sonreír le era sencillo, por eso explicaba que siempre se le sonríe a una mujer, a un montón de dinero o a un caballo con calzones que hable ruso. De las tres cosas, imaginarse al caballo hablando ruso le ocupaba a Robico la mayor parte del tiempo.

Se alistó voluntario en 1915 porque un destacamento militar pasó por su aldea y a él le requisaron la vaca y el mulo. Consideró que el ejercito a cambio debería encargarse de su manutención en lo sucesivo.

Aprendió a escribir el mismo día que firmó su reclutamiento. Improvisó un garabato del que apenas recordaría luego los trazos, pero le bastó para sentir que así comenzaba a formar parte de la historia. Se propuso hacerse después una fotografía, como quien manda esculpir una estatua. La ingenuidad y la ignorancia no fueron nunca obstáculos para su felicidad.

Ser barbero en el frente, camillero o conductor de mulos con munición... eran oficios que reclamó para no disparar un arma. La vida en el cuartel era rutinaria. Por su simpleza, lo apartaron de la tropa, porque al coronel le parecía un sacramento el oficio militar y lo de ese necio, que sonreía con dos dientes de oro, no dejaba de ser un sacrilegio. Por las tardes iba al hospital para comerse la comida que dejaban en el plato los enfermos. Le gustaba amortajar los cadáveres, para reconciliarse con la muerte. “El trato relaja la enemistad”, explicaba. Había aprendido a meter piedras en la boca de los muertos, para dulcificarles el gesto y simular una sonrisa. “Hablarán sin tartamudear”, le dijo un día el cirujano, pero él no supo a qué se refería.

A primeros de febrero de 1916 llegó a Francia, entre los refuerzos de una ofensiva inminente. Bajó del tren sonriendo, porque estaba pensando en el caballo con calzones que sabe hablar en ruso. Una buena sonrisa abre muchas puertas. Ser bodeguero en Burdeos, vendedor de fruta en el mercado de París o conductor de tranvía en Bruselas.... eran oficios que ya manejaba, como alternativa, por si al terminar la guerra decidía quedarse por la zona.

Estaba lloviendo y los soldados estaban tristes, fue de lo que se dio cuenta la tarde que llegó a su trinchera. Con los correajes que se le cruzaban en el pecho, Robico Csorba se acordó de las hélices de los aviones y pensó que acaso podría salir volando si la situación se complicaba.

Robico empezó a deprimirse. Apenas sonreía, salvo cuando llegaba caliente la sopa, pero siempre llegaba fría. Llegó a pensar arrancarse los dos dientes de oro y guardarlos hasta mejor ocasión, pero no era hombre de muchos simbolismos y le pudo más el miedo a perder los dientes si los echaba a un bolsillo.

Convertirse en silla de biblioteca, lámpara de una iglesia o eje de un carro atascado en el barro eran lo único que se le ocurría. Por primera vez el futuro le traía sin cuidado.

A Robico se le paró delante una rata que se le quedó mirando, como si se reconociera en él. Cada uno parecía estar en un lado opuesto del espejo. La rata seguía allí. Decidió reflexionar acerca de aquello o improvisar siquiera algún sentimiento, le hubiera bastado sentir asco, pero no se le ocurrió nada y la mató, por abreviar y relajar la cuestión. La decapitó con el filo de la pala. Cuando dejó de moverse, la levantó como si sostuviera una medalla del rabo.

Por primera vez se le vio llorar, la segunda vez lo hizo cuando se le cayó al suelo su escudilla con potaje de patatas. No tenía amigos.

Desde ese día, a Robico Csorba le gustaba cazar ratas. Primero les ponía un cepo, pero después él mismo se comía el reclamo del cepo. Era mejor seguir matándolas con el filo de la pala. De un solo golpe, para ahorrar fuerzas, porque había muchas. A veces, les abría el estómago, un corte en el buche con la punta del cuchillo, para que las otras ratas se la comieran viva. Los chillidos delataban a las otras. Daba gusto verlas morir con tanta glotonería.

Había ratas negras y ratas marrones, pero las de pelaje marrón eran más grandes. Llegó a comérselas, las despellejaba como a un conejo y las asaba, pero el sargento le rompió las costillas con una vara, gritándole que las ratas se comían los cadáveres de sus compañeros. Le costaba respirar con las costillas rotas, pero no quería dejar de sonreír para que todos vieran que tenía los dientes blancos y dos dientes de oro porque su conciencia estaba limpia. Para evitar que siguiera comiéndolas, el capitán ordenó que le dieran un grano de trigo por cada rata muerta, aunque todos supieran que él no sabía contar.

Cuando entonces le preguntaron qué quería ser, él dijo que le gustaría ser una rata, o ser dos ratas para que una se coma a la otra mitad de sí mismo, o ser tres ratas para comerse entero el cuerpo de un hombre.

El capitán, que se creía inmortal, le ordenó que no saliera de la trinchera en el ataque, por la comodidad que le proporcionaba el exterminador. Cuando salieron los suyos a campo abierto, le gustó ver cómo los iban matando. Los mutilados se arrastraban, agarrándose a los pies de los que intentaban pasar. Él estaba contento, a pesar de la lluvia y del barro que impedía avanzar a sus compañeros. Pensó en la sopa, cuando llegase, a cuanta más tocaría, sobre todo si los supervivientes volvían heridos o tan cansados que ya no tuvieran ánimo para disputársela a él. Robico fue a hacer de vientre, porque luego pensaba comer mucho.

Llegaron muchos soldados nuevos, unos días después, y él les abría la boca con los dos dientes de oro por delante, como si les abriera el camino a la desgracia. No era una sonrisa, era algo más parecido al espanto. Robico les mostró un alambre, donde había ensartado al menos veinte ratas muertas, para hacerse valer y que alguno de ellos quisiera ser su amigo. Pero ninguno sabía lo que les esperaba y pasaron por delante, orgullosos, creyendo que la vida iba a ser otra cosa distinta a lo que sería.

Aquello era un vagón de ganado. “Nada puede ser peor que la guerra”, les explicaba Robico Csorba a los otros, muchos años después, en aquel tren que les llevaba a Auschwitz.

 

 

 

Miracoloso

Ilustración: Miracoloso

 

 

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