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ISSN 1989-4163

NUMERO 54 - VERANO 2014

Desahucios

Joaquín Lloréns

En aquellos veranos de mi adolescencia, el calor abrumaba las tardes y las cigarras rechinaban sin descanso, tanto de día como de noche. El otro sonido que imperaba era el gorjeo alegre de las golondrinas de elongadas colas que volaban presas de su paroxismo natural. Y mientras las primeras eran denostadas por mor de la fábula de Esopo, las coloridas andorinas gozaban del afecto de la familia debido a que limitaban la plaga insectívora que nos acribillaba en cuanto nos sumíamos en el sopor estival. Uno de aquellos veranos una pareja de golondrinas decidió construir su nido de bolas de barro en forma de taza bajo el alero de la fachada principal de la masía. Yo contemplaba con curiosidad sus veloces aproximaciones al hueco que tenía en la parte superior aquella construcción poco más grande que un puño; su desaparición momentánea para dar de comer a sus polluelos y su salto al vacío para reiniciar su espasmódico vuelo. Aquellos pequeños okupas constituían uno más de los intranscendentes entretenimientos bajo la plomiza canícula. No sé de labios de cuál de los adultos surgió la reflexión de que sus excrementos comenzaban a manchar la fachada y que, si se les permitía mantener su nido, la cornisa acabaría por ser colonizada por completo por aquellos pequeños inmigrantes africanos. El caso es que pocos días más tarde el casero se subió a una larga escalera y desahució a los pequeños hirundínidos. La memoria, siempre tan condescendiente con nuestras miserias, ha logrado que no recuerde si fui testigo del desahucio ni de si, para aquel día, las crías ya eran capaces de subsistir fuera del nido. Aunque en aquella España aquella acción no tenía nada de particular, pues uno veía pasar a un campesino con un saco del que salían pequeños ruidos y, al preguntar, se le respondía con naturalidad que la perra había parido diez cachorros, que le dejaban uno para que no se desequilibrara, y que el resto se enterraban ¡vivos!

Muchos años después unas palomas comenzaron a acudir al balcón junto a mi despacho. Recién arrancaba la primavera y los aún oblicuos rayos del sol no lograban vencer el frescor de la brisa, por lo que las puertas de la habitación que daban al exterior permanecían cerradas. Al cabo de unos días, extrañado de tanto revuelo aéreo, abrí la puerta del balcón provocando la rápida huída de dos palomas. Para mi sorpresa, encima de uno de esos armarios de plástico de Leroy Merlín, me encontré un nido con un huevo dentro. Hay quien, en mi casa, aborrece de las palomas con sus ruidos guturales y su caminar epiléptico de cabeza oscilante. A pesar de ello, y de los detritos que comenzaron a manchar el suelo y el armario, dejamos el nido en su lugar, interviniendo apenas para colocar periódicos bajo él para que los ácidos de sus excrementos no erosionaran demasiado el armario. Unas semanas después nació una paloma cuyo aspecto durante las siguientes semanas era más bien repugnante, con unas plumas a medio desarrollo. Es curioso como las crías de los mamíferos nos parecen enternecedoras y, sin embargo, los polluelos con esos cuellos desplumados y sus cabezas y picos desproporcionados nos repelen. Por fin, una tarde constaté que el nido estaba vacío. El pollo ya sabía valerse por sí mismo. Sin tiempo a la reflexión, nido y periódicos fueron desahuciados a la papelera y unas tapas de cds rojas se encargaron de ahuyentar cromáticamente a los okupas aéreos.

Hace unas semanas, en el otro pequeño balcón, junto a mi dormitorio, los continuos arrullos y aleteos nos hicieron sospechar que nuevos okupas se estaban instalando en nuestra propiedad. En esta ocasión, la reacción fue inmediata y al día siguiente se les expulsado y se había decorado diferentes espacios del balcón con papel granate brillante cuyo sonido al moverse por el viento era aún más molesto que el de las palomas.

Nuestra vida se va sembrando de pequeñas mezquindades, de mirar hacia otra parte y de acciones vergonzantes que acometemos por puro egoísmo. Me sorprende que hombres y mujeres tan débiles como uno mismo tengan la osadía de arrogarse en adalides de causas justas, olvidándose de sus miserias y propias prevaricaciones.

El último capítulo ocurrió la semana pasada. Junto a mi lugar de trabajo me encontré el cadáver aplastado de una cría de pájaro de apenas unos días, desahuciado quizás por el viento, quizás por un hermano acaparador, quizás por una entidad bancaria. ¡Quién sabe! Lo extraño es que al día siguiente, el pequeño cadáver apareció a quince metros de distancia en la acera de enfrente. ¡Hasta del propio suelo alguien lo había desahuciado, convirtiéndolo en inmóvil okupa de un nuevo lugar!

Corolario: los desahucios y el movimiento okupa tienen muchas caras y facetas, pero la proliferación de sus practicantes hace que las reacciones al respecto vayan ganando en rapidez, contundencia e indiferencia. Y es que los humanos somos así. Nuestra solidaridad y empatía con las dificultades ajenas van decreciendo según nuestro optimismo va transformándose en pesimismo experimentado y según los intereses de los débiles se van contraponiendo contra los nuestros.

 

 

 

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