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ISSN 1989-4163

NUMERO 54 - VERANO 2014

El Último Beso

Javier Neila

Sabía que me engañabas. Pero nunca me importó. Tus ojos no mentían cuando me decías que te morías por mí; que me querías con toda tu alma; y que jamás habías amado a nadie como a mí. Sé bien que lo que sentías era angustia cuando tenía que volver al cuartel. Giraba en el cruce del camino y me perdías de vista tras los álamos; yo imaginaba tu figura a cada paso más triste y resignada.  Sé también que aquellas tardes de primavera adorabas que acariciase tu mejilla, y te hablara de viajes, hasta que me callabas la boca y me dabas tu aliento. Muchas veces has apretado los dientes de pena y rabia cuando pasaba semanas enteras fuera de la aldea, matando a los tuyos que era como matarte a ti. Que era como matarme a mí mismo.

Ya sé que eres una espía… Y qué culpa tienes tú… Que estemos en guerra es algo que nunca decidimos. Yo debo fingir por los míos y tú aguantarás por los tuyos. Por eso te escribo esta última carta, para que veas que te entiendo bien y no guardo ningún rencor.  Lo nuestro fue grande aunque al principio ni nosotros mismos lo creyésemos. Que yo tenga 19 y tú 18 y que sólo sepamos de la vida lo que nos han contado, no dará la razón a los que decidieron por nosotros... No es que pensáramos que no había mañana…es que no nos importaba lo que nos traía. Hiciste bien en contentar a tu gente…yo pertenezco a otro mundo al que vuelvo; y tú te quedas… piensa bien en tu futuro, en esos hijos que quieres tener y no te daré, y ocúpate de que cuando todo esto pase, encuentres a un buen marido que te abrace por las noches sin hacerte preguntas.

¿Recuerdas las noches blancas el pasado verano? El sol de media noche seguía alumbrando por debajo del horizonte hasta volver a salir a la mañana siguiente…íbamos con mi percherón blanco hasta nuestro sitio en Gatchinsky y disfrutábamos de las mejores puestas de sol que hay en el mundo…el cielo se volvía rojizo, violeta y naranja y tú te sentabas encima de mí, desnuda, rodeándome con tus piernas por la cintura, sobre mi poncho de camuflaje, mientras aquel crepúsculo nos inmortalizaba durante toda la noche. Lo poco que he sabido de ruso me lo enseñaste tú allí. Y yo durante un año mejoré tu español, con las canciones que al oído te cantaba.

Creo que a tu madre le caía bien aunque siempre temió que acabase la guerra y volviera el Comisario Político al pueblo. Sé que ella te veía feliz, más guapa que nunca y con un brillo en los ojos que dolía al mirarte a la cara… Cada vez que iba a tu casa con el Alférez Valero, llevábamos carne de caballo, pan, tocino y garbanzos…ella tocaba las palmas y decía “Spasiva ispansi”… Qué fácil es a veces dejarse querer mientras van bien las cosas.

Ahora sé porqué aquella mañana de otoño los alemanes que dormían junto a nuestro barracón aparecieron degollados por vuestros partisanos…no podíamos entender porqué nos respetaron  la vida, siendo enemigos vuestros. No vimos nada. No oímos nada. Se tomaron su tiempo con aquellos desgraciados después de matarlos. Hay tanto odio a nuestro alrededor que no entenderé… Te debo la vida. La que juré darte y no pude.  

Semanas después miembros de la Feldgendarmerie de las SS me sacaban de la cama a culatazos y patadas mientras amenazaban con sus fusiles a mis compañeros. Perdí algunos dientes. No dejaba de sangrar. Cuando me bajé del camión al lado de la rivera del Slavyanka, junto al viejo hospital de sangre, pude ver el Alférez Valero y a tu amiga Polina Sokolov totalmente desnudos. Encogidos. Humillados. Se habían ensañado con ellos. Temblaban. De frio y de miedo. Yo tan solo de miedo. Al poco te trajeron a ti con tu vestido de flores amarillas manchado de sangre y hecho girones. Tenías un ojo cerrado y el labio hinchado. No te reconocía la cara. Te llevaron por los brazos, arrastrando los talones desnudos sobre las hojas del suelo, hasta que de un empujón te pusieron contra el muro agujereado, justo a mi lado. Crujieron tus huesos. Los faros del camión en marcha nos alumbraban.  Intenté rozarte al menos, antes de que nos ataran…llorabas. Polina sollozaba con un gemido tan intenso y lastimero que el Teniente alemán le disparó en la cabeza con su Parabellum sin inmutarse, cayendo a plomo sobre sus rodillas y luego hacia delante. Pude coger tu mano cuando el pelotón de fusilamiento ya había acerrojado sus armas y las encaraban hacia nosotros, en espera de la orden de fuego.  Fue entonces cuando empezaron a sonar disparos y voces en español y empezaron a caer abatidos los alemanes justo delante nuestra sin saber desde dónde les disparaban.

No deja de nevar. Se acerca el invierno y tu ausencia es el último recuerdo que me quedará de Rusia. Hace un frio terrible. La aurora boreal dibuja fantasmas verdosos y amarillos sobre mi cabeza que parecen querer llevarme al infierno. Ojalá lo hicieran. Mañana me repatrían para España. Sé que los hombres del Alférez, nuestros salvadores, te han llevado a ti y a tu madre a un lugar seguro, y que ya estaréis con los partisanos. Me alegro. Tu casa está vacía y triste. Lo de los alemanes ha quedado como un golpe de mano enemigo y no ha tenido más trascendencia. Nadie hablará de ellos. Dejo ésta carta metida en la lata hermética de mi máscara antigás, colgada de nuestro árbol, de la rama donde siempre lo hacía. Sé que antes o después pasarás.  Te dejo también la navaja que usábamos, y mi chapa de identificación, la que llevaba siempre colgada del cuello…sé que te gustaba mucho porque la tocabas continuamente con tus dedos, como excusa para acercarte a mí, poco a poco, hasta que me mantenías la mirada.

Eres fuerte Nina, y sé que sobrevivirás ésta guerra. Siempre lo has hecho. No sé si podre volver por ti, pero sí te juro que jamás te iras de mi vida.
Un beso.

Juan Salvador Navarro Márquez. Soldado de la Compañía de Radio del Grupo de Transmisiones 250 de la División Española de Voluntarios en Rusia. Cuartel General. Pokrovskaya. Leningrado.  21 de Noviembre de 1943.

 

 

 

 

El último beso

 

 

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