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ISSN 1989-4163

NUMERO 44 - VERANO 2013

Perdido

Pepe Pereza

Debía admitirlo. Me había perdido en aquel bosque. Miré a mi alrededor y sólo vi una inmensa y anárquica maraña vegetal. Llevaba horas andando y no tenía ni idea de dónde estaba el camino de regreso. Aun así, no estaba asustado ni preocupado. En la mochila llevaba suficientes alimentos para pasar una semana, además de un saco de dormir de alta montaña, un camping gas y la tienda plegable. Iba bien preparado. Mis ropas y calzado eran los adecuados para esas fechas, finales del invierno, así que no tenía por qué preocuparme. Había salido a primera hora de la mañana con el objetivo de estar solo y pasar unos días alejado de todo y de todos. Por ahora lo estaba consiguiendo. Lo mejor era seguir y más adelante ya encontraría cómo orientarme. Continué andando, adentrándome cada vez más en la espesura del bosque. Llegué a un pequeño claro y me senté a descansar sobre un tronco caído. Desde mi partida no había comido nada, aproveché la ocasión para echarme al buche unas cuantas galletas y un par de barritas energéticas. Una ligera brisa me trajo el olor de la hierba mojada y del musgo rancio. Miré al cielo. Faltaban pocas horas para que anocheciera, decidí acampar allí mismo. Monté la tienda y recogí leña para el fuego.

Sentado al amparo de la hoguera me di cuenta de que el saberme perdido en vez de alarmarme me producía el efecto contrario. Curiosamente la sensación de no saber dónde me encontraba me daba una calma y una serenidad que no había experimentado en años. Era como si el mundo se hubiera evaporado y sólo existiese la armonía y la complejidad del bosque. Nadie dependía de mí y yo no dependía de nadie, excepto de mí mismo. Me gustó esa sensación. Avivé la hoguera y observé las chispas que volaron en espiral hacia las estrellas.

A la mañana siguiente me levanté al alba. Había dormido bien y me encontraba en plena forma. Puse la cafetera sobre las brasas y mientras esperé a que el agua hirviera me fumé un cigarro disfrutando con los sonidos del lugar. ¿Ysi no regresaba? Pensé en ello concienzudamente. No estaba obligado a regresar. ¿Para qué iba a hacerlo? El mundo que conocía no era de mi agrado. Habían bastado unas pocas horas en el bosque para darme cuenta de que todo lo que dejaba atrás carecía de valor. Después de tomarme un par de tazas de café recogí todo, apagué la hoguera y me puse en camino. Elegí la parte más frondosa para internarme. Llegué a la ribera de un riachuelo y descendí siguiendo la orilla. El camino estaba flanqueado por helechos que me llegaban a la cintura. Seguí el curso del riachuelo apartando la espesa vegetación. A cada paso que daba sentía el gozo gratificante de la libertad absoluta. Noté mis instintos más ancestrales acomodándose dentro de mí y cómo el bosque me acogía como una más de sus criaturas. Mirase donde mirase todo era belleza y armonía. Un sentimiento fue brotando de mi yo más profundo hasta que escapó por la garganta en forma de grito. Un grito de felicidad, una declaración en toda regla de que pertenecía al bosque. Unos metros más adelante el arroyo giraba a la derecha formando una pequeña playa libre de vegetación. Me senté en la arena. No es que estuviera cansado, me apetecía contemplar el paisaje mientras me fumaba un pitillo. Al rato, vi que la maleza se apartaba para dejar paso a un ciervo con poderosa cornamenta. El animal se acercó a la orilla y bebió. Tan sólo estábamos a unos pocos metros de distancia. Lo observé en silencio, tratando de no espantarle. En un momento dado el ciervo levantó la cabeza y me miró, ambos nos miramos. Después dio media vuelta y tranquilamente se fue por donde había venido. Me sentí tan dichoso por lo que acababa de ver que tuve la certeza de que jamás abandonaría el bosque. Fui consciente de que era la decisión más importante de mi vida pero no me costó ningún esfuerzo tomarla. Me quedaría a vivir allí, en el bosque.

2

Perdí la cuenta de los días que llevaba en el bosque. Por lo largo de mi barba calculé que unos tres meses. Hacía semanas que la comida se me había terminado, también el tabaco, y eso lo llevaba peor. Ahora ocupaba la mayor parte del día en buscar alimento. Raíces, frutos silvestres, setas, huevos, larvas, insectos, e incluso lagartos, caracoles y anfibios, todo servía para llenar el estómago. En ese tiempo había adelgazado bastante. Cada día que pasaba tenía que apretarme más el cinturón. Conservaba la tienda de campaña y el saco de dormir, y con poco más me las iba apañando. De haber tenido una caña de pescar me hubiera sentido el hombre más afortunado del planeta. En su día intenté hacerme una. Utilicé una hebra de lana que extraje de un jersey a modo de sedal, pero no encontré nada que me sirviese de anzuelo, probé con espinas, incluso intenté tallar uno con mi navaja, pero nunca conseguí pescar nada. Lo que sí me hice fue una lanza, aunque tampoco había cazado nada con ella, más que nada la utilizaba de bastón para ayudarme a caminar entre la maleza.

La llegada de la primavera se notaba en cada rincón del bosque. Al salir de un pequeño desfiladero encontré unas zarzas cuyos frutos eran una especie de moras. Seleccioné las que tenían el tono más oscuro y me las fui comiendo, aún no estaban maduras y sabían un poco amargas. Me había convertido en un nómada del bosque. Siempre llevaba conmigo todo lo que tenía. Cuando me cansaba montaba la tienda y encendía una hoguera. Así era mi vida y me sentía feliz. En todo el tiempo que llevaba allí no me había encontrado con nadie. La verdad era que no echaba de menos la compañía de otras personas. Ni tan siquiera la de mi mujer.

3

El verano ya había pasado. Lo sabía porque las hojas de los árboles empezaban tener tonos ocres y anaranjados, señal de que el otoño había llegado. Además, los días eran más cortos y al caer el sol la temperatura bajaba considerablemente.

Por mucho que lo intenté no conseguí proyectar en mi mente el recuerdo de mi mujer, tan sólo una imagen desenfocada de ella. ¿Qué estaría haciendo en esos momentos? ¿Estaría pensando en mí? Seguro que no. Ella sólo era capaz de pensar en sí misma. Nunca conocí a una mujer tan egoísta ¿Por qué me casé con ella? Gran incógnita. Lo único que pude recordar con claridad fue el día que la vi en los brazos de mi mejor amigo. La traición fue doble, por lo tanto, doblemente dolorosa. ¿Fue ese desengaño lo que me impulsó a quedarme en el bosque? Una especie de murmullo me sacó de mis pensamientos. Caminé hacia el ruido. Al salir de la espesura me encontré con una cascada de unos tres metros de altura que caía sobre un torrente de aguas cristalinas. Al acercarme a la orilla vi cómo un grupo de truchas escapaban hacia el fondo de la laguna. Lo que hubiera dado por una caña de pescar. El vapor del agua se elevaba creando arcos iris y el sol filtrándose entre los árboles le daban al lugar un aspecto de postal. Me senté sobre una roca almohadillada de musgo y durante un buen rato estuve tirando piedrecillas al agua. De la cara de mi amigo sí me acordaba, sobre todo de la sonrisa socarrona que tenía. Recordé el día que volví antes del trabajo. Me extrañó ver su coche aparcado frente a la casa, pero no le di mayor importancia. Antes de entrar eché una ojeada por el cristal de la ventana y fue entonces cuando los vi. Estaban medio desnudos. Mi amigo sujetaba a mi mujer y ella le besaba el cuello. Recuerdo que di media vuelta, monté en el coche y estuve conduciendo sin rumbo durante horas. Luego regresé. Me tragué el orgullo y entré en casa como si no supiese nada. Estaba jodidísimo pero me comporté como era habitual en mí. Una trucha saltó en medio de la laguna distrayéndome de mis recuerdos. Por unos minutos me había olvidado de dónde estaba. Realmente el paisaje era de postal. Sólo echaba de menos dos cosas: una caña de pescar y un paquete de cigarros.

4

Los días daban paso a otros días y así fue transcurriendo el tiempo.
Estaba a punto de cruzar un arroyo cuando la vi. La corriente la había arrastrado y estaba enganchada entre unos matojos. No podía creérmelo. Era una vieja caña de pescar. Corrí hasta ella y la rescaté de entre las algas. El sedal se perdía en las aguas del arroyo. Tiré con suavidad, estaba enredado. Avancé metiéndome en el riachuelo y lo fui desenredando poco a poco. Recé para que al otro extremo del hilo estuviese el anzuelo. Lo estaba. Era mi día de suerte. No pude evitar lanzar un aullido de alegría. Las aves de los alrededores levantaron el vuelo asustadas. Me dirigí a la laguna donde había visto  las truchas.
A la media hora ya había pescado una de tamaño considerable. Por fin, iba a comer algo decente.

5

Desde que encontré la caña había ido a pescar todos los días. Pero con la nevada de la noche anterior lo mejor era permanecer dentro de la tienda, al calor del saco de dormir. Conservaba algo de pescado y no me era necesario salir. Afuera todo estaba cubierto de nieve y hacía un frío del demonio. Busqué en la mochila la bombona del camping gas para comprobar si aún le quedaba algo de combustible. Al hacerlo encontré mi cartera de bolsillo. Llevaba ahí todo ese tiempo, con mi documento de identidad, el carnet de conducir, algo de dinero y una fotografía de mi mujer durmiendo en la cama de un hotel. La foto la hice durante unas vacaciones en Barcelona. Pasamos unas vacaciones en la Ciudad Condal para superar una pequeña crisis matrimonial. Aquella noche hicimos el amor por primera vez en varios meses. Después, salí al balcón a fumarme un cigarro. Cuando entré ella se había quedado dormida, la vi tan hermosa que no pude evitar sacarle la foto. La saqué de la cartera y la fui rompiendo en pequeños pedazos, hice lo mismo con los documentos. Y mientras lo hacía recordé la tarde que mi amigo y yo estábamos en nuestro bar preferido. Ambos tomábamos unas cervezas junto a la barra, fumando porros de marihuana. Apenas habíamos hablado en toda la velada. Nos limitábamos a estar allí, vaciando jarras de cerveza y fumando. Lo odiaba con toda mi alma por pegármela con mi mujer, pero me esforzaba para que no se me notase. Además, yo ya tenía pensado cómo vengarme de los dos. Fue entonces cuando puse en marcha mi plan.

  • Necesito una pistola.
A mi amigo le extrañó mi petición.
  • ¿Una pistola?
  • Sí, una pistola.
  • ¿Y se puede saber para qué coño la necesitas?
  • Eso es cosa mía.
  • ¡Joder, tío! Últimamente estás muy… raro. ¿Qué problema tienes?
  • No tengo ningún problema. Sólo necesito un arma. ¿Puedes ayudarme a conseguir una?

Se echó a reír.

  • Hablo en serio.
  • Me parece que tú has visto muchas películas.
  • Te estoy pidiendo un favor. Si yo pudiese hacerme con una, ten por seguro que no te lo pediría.
  • ¡Joder, macho! Es que pides unas cosas…
  • ¿Vas a ayudarme o no?
  • Está bien. Déjame que pregunte por ahí. Pero no te aseguro nada…

Un ruido que provenía de fuera de la tienda me puso en guardia. Supuse que un animal estaba merodeando por el campamento. Escuché claramente las pisadas en la nieve. Abrí la cremallera de la tienda y asomé la cabeza. Era un lobo desnutrido que buscaba algo que llevarse a la boca. Al verme huyó con el rabo entre las patas.

6

A las dos semanas, mi amigo me llamó por teléfono para decirme que ya tenía la pistola. Quedamos en su buhardilla. Cogí el coche y me fui para allá.
La pistola era una Sig-Sauer P220 en bastante mal estado, de hecho, algunas partes estaban oxidadas y otras tenían una especie de moho verdoso.

  • ¿Qué te parece?
  • Menudo trasto.
  • Es lo único que he podido conseguir. Falta limpiarla bien y engrasarla, por lo demás, está en perfectas condiciones… Por cierto, me ha costado una pasta.
  • Por el dinero no te preocupes.
  • Es que últimamente ando algo flojo…

Cogí la pistola y apunté con ella a mi amigo.

  • ¿Estás seguro de que esto dispara?
  •  Ey cuidado, que esas cosas las carga el diablo.

Me quedé con ganas de apretar el gatillo y volarle la puta cabeza, pero no era el momento. Mejor esperar y matar dos pájaros de un tiro.

7

Ya tenía el arma. Ahora sólo era cuestión de esperar. Seguí saliendo antes del trabajo para intentar sorprenderlos juntos. Al tercer día, vi su coche aparcado frente a la casa. Estaba claro que no se molestaban en tomar precauciones, tal vez pensaban que yo era tan gilipollas que no las necesitaban. Saqué la pistola de la guantera, me la guardé en el bolsillo y salí del coche dispuesto a vengarme. Llegué a casa y me asomé a la ventana de la cocina, allí no estaban. Rodeé la casa. La primera planta estaba despejada. Lo más seguro es que estuvieran en el dormitorio, que estaba en la planta de arriba. La puerta principal estaba cerrada. La abrí con mi llave y entré. Saqué la pistola y enfilé las escaleras. Antes de llegar escuché unos jadeos que confirmaron mis peores augurios. Apreté con fuerza la empuñadura del arma y seguí subiendo los escalones. Llegué hasta el dormitorio y pegué la oreja a la puerta. Ella gemía y lo hacía de una forma que yo  desconocía. Parecía innegable que mi amigo era mejor amante que yo. El momento que tanto había esperado había llegado. Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta y disparar. Empecé a temblar y sentí un calor húmedo que me bajó por las piernas. Una mancha se fue extendiendo desde la entrepierna hasta los bajos del pantalón para continuar en el suelo en forma de charco. Me había meado. La orina amenazaba con colarse debajo de la puerta y entrar en el dormitorio. Bajé a la cocina, cogí unas cuantas servilletas de celulosa y regresé para recoger la meada. Cuando terminé de secar el suelo volví a la cocina y arrojé las servilletas a la basura. Saqué un pantalón del interior del cesto de la ropa sucia, me cambié y salí de la casa. Estaba tan avergonzado que me vi incapaz de continuar con mis planes de venganza, así que entré en el coche y huí de allí. Había fracasado. Era un puto fracasado.

Conduje hasta las afueras de la ciudad y me adentré en un polígono industrial. Detuve el coche junto a una fábrica de cerámica. No había nadie por los alrededores. Cogí la pistola y me metí el cañón en la boca. Cerré los ojos y apreté el gatillo. El arma se encasquilló. Lo intenté de nuevo con el mismo resultado. Hice un tercer intento. Nada. La pistola se negaba a disparar. Era de prever que el inútil de mi amigo me hubiera conseguido un arma inútil. Volví a guardarla en la guantera, arranqué el coche y abandoné el lugar.

Regresé a casa bien entrada la noche. Había bebido demasiado y estaba borracho como una cuba. Recibí una buena reprimenda por parte de mi mujer, que no entendía por qué  me daba por emborracharme un día de diario.

Al día siguiente me levanté con una resaca demoledora. Decidí que no iría a trabajar y llamé a la empresa para decirles que estaba enfermo.

Después de ducharme preparé unas cuantas cosas y las metí en mi mochila. Añadí el saco de dormir y la tienda de campaña y me preparé para partir.

8

Llegó la primavera y con ella los deshielos. La laguna se había desbordado y los alrededores estaban empantanados. Aun así  la pesca seguía siendo buena, al igual que la vida en el bosque. Aunque últimamente pensaba demasiado en mi mujer y en el daño que me había hecho. De no haber sido por esos pensamientos mi vida hubiera sido perfecta. Quizás lo que debía hacer era regresar y acabar con lo que dejé a medias, posiblemente fuera la única manera de sacármela definitivamente de la cabeza. Avancé pesadamente con el barro cubriéndome los tobillos, sosteniendo la caña y un par de truchas que acababa de pescar. Salí a una zona más elevada donde crecía la vegetación y se acababa el barro. Una vez en el campamento, limpié el pescado y encendí un fuego. Mientras comía escuché un par de detonaciones. Cazadores. No era la primera vez que escuchaba disparos en el bosque, pero nunca los había escuchado tan cerca. Recogí todo a toda prisa y me adentré en lo que yo creía era lo más profundo del monte.

Admiré la fuerza creadora de la naturaleza y el poder de regeneración de la primavera. Todo a mi alrededor estaba dotado de una belleza extrema y salvaje. Volví a escuchar disparos. Seguí andando. De pronto, oí unos ruidos delante de mí y me paré en seco. Dirigí la punta de la lanza hacia el alboroto y esperé en posición de ataque. Un gran ciervo salió de la espesura y vino a derrumbarse a mis pies. El pobre animal tenía un balazo en la parte baja del cuello y estaba agonizando. Resoplaba y con cada resuello escupía pequeños borbotones de sangre. No podría asegurarlo, pero me pareció el mismo ciervo que vi el primer día que me adentré en el bosque. Me senté junto al animal y traté de calmarlo acariciándole suavemente la parte de atrás de la nuca.

  • Tranquilo, tranquilo.

Poco a poco el animal fue dejando de respirar, hasta que finalmente murió. Por mucho que lo intenté no pude entender el motivo de aquella salvajada, de aquel crimen inútil y sin sentido. Yo ya sabía que la estupidez humana no tenía límite pero con aquella muerte quedaba certificada dicha realidad. Sin saber por qué la estampa del ciervo hizo que me acordase de mi mujer y me puse a llorar como un niño. Cuando me vacié de lágrimas abandoné el lugar. Me sentí hueco, como si algo, además del ciervo, hubiera muerto dentro de mí. Penetré en una sombreada arboleda. Las copas de los árboles, de tan pegadas, impedían que el sol se filtrase entre las hojas. Avancé sintiéndome por primera vez en lo que llevaba allí ajeno al bosque. Unos metros más adelante los árboles se separaban dejando paso a una cortina de luz. Era un camino. Es más, era el camino que tiempo atrás había abandonado para adentrarme en el bosque y perderme. Lo reconocí en cuanto lo vi. ¿Qué es lo que estaba pasando? Primero el ciervo y luego el camino. De pronto lo supe. Era el bosque que trataba de decirme algo. ¿Acaso me estaba pidiendo que regresara a la cuidad? Si no ¿por qué me había traído al punto de partida? No podía haber otra respuesta. Debía regresar a la ciudad y acabar lo que dejé a medias. De otra forma el bosque no volvería a abrirme sus entrañas.

9


Hice autostop, pero mi aspecto era tan descuidado que nadie se atrevió a recogerme.

Me costó una semana llegar a la ciudad. La urbe en apariencia no había cambiado. Sin embargo, los ruidos a los que antaño estaba acostumbrado ahora me parecían insoportables y estridentes. Los olores que antes me eran familiares ahora me resultaban, como poco, nauseabundos. El aire estaba viciado. Todo se movía demasiado deprisa. Por todas partes había un exceso de gente y vehículos. En el bosque me había acostumbrado a un ritmo tan diferente que me sentí como un extraterrestre. Llegué frente a mi antigua casa. El jardín estaba más descuidado, por lo demás todo parecía igual que siempre. Llamé a la puerta y esperé a que abrieran. Lo hizo mi mujer. Estaba embarazada y lucía una soberana barriga. De primeras no me reconoció y pensó que era un vagabundo cualquiera.

  • En esta casa no damos limosnas.
  • Marta, soy yo.

Me miró de arriba abajo. Cuando me reconoció se llevó las manos a la cara en un gesto de sorpresa. No podía creerse que esa especie de Robinsón Crusoe fuese su marido.

  • Te creía muerto.
  • Pues ya ves que no… ¿Puedo pasar?
  • Claro.

Dejé mis cosas junto al paragüero de la entrada.

  • ¿Tienes hambre? Estaba preparando la comida.
  • Llevo varios días sin comer.
  • Ahora mismo te preparo un buen chuletón, con ajito frito y pimientos. Como a ti te gusta.
  • Llevo tanto sin probar la carne que no sé si mi estomago lo admitirá.
  • ¿Te has vuelto vegetariano?
  • No, no es eso. Últimamente como mucho pescado.
  • Entonces te vendrá bien un poco de carne. Así recuperas fuerzas.

Puso una sartén al fuego y sacó un chuletón de la nevera.

  • Veo que vas a ser madre.
  • Sí…

Casi se echa a llorar e intuí que algo iba mal.

  • ¿Pasa algo?
  • No. Todo está bien.

Sabía que ella mentía pero no quise insistir.

  • ¿Por qué desapareciste?
  • Supongo que fue porque ya no me querías.

No dijo nada y se limitó a pelar unos ajos. Yo por mi parte  no pude evitar deleitarme con el aroma que desprendía la carne asándose al fuego. De pronto y sin previo aviso el silencio se vio interrumpido por el lamento quejumbroso de mis tripas. Fue tan evidente que ambos terminamos riéndonos.

  • Queda claro que estás hambriento.
  • Pregúntale a mis tripas.

Marta terminó de picar los ajos y los echó a la sartén haciendo crepitar el aceite.

  • ¿Y has venido para quedarte?
  • No. La verdad es que venido a matarte.

Marta siguió sin levantar la vista de la sartén.

  • ¿Los pimientos los prefieres verdes o rojos?
  • Verdes.

Abrió la nevera y sacó un par del compartimiento de las verduras. Después los fue troceando sobre la mesa.

  • ¿Así que has venido a matarme?
  • En un principio sí.
  • ¿Y puedo saber por qué?
  • Por engañarme con Ricardo.
  • Entonces… ¿Sabías lo nuestro?
  • Os vi.

Añadió otra sartén al fogón y cuando el aceite se calentó echó en ella los trozos de pimiento. El chuletón estaba en su punto. Lo sacó de la sartén junto a los ajos y me lo sirvió en un plato.

  • Vete comiéndote el chuletón mientras se terminan de hacer los pimientos.
  • ¡Hum! Huele de maravilla.
  • ¿Quieres un poco de vino?
  • Por favor.

Me sirvió un vaso. Corté un trozo de carne y me lo llevé a la boca.

  • ¡Joder, está buenísimo!
  • Y bien ¿Qué piensas hacer?
  • ¿Respecto a qué?
  • ¿Vas a matarme?
  • No, dado tu estado. Tu hijo es inocente y no tiene la culpa de nada.
  • ¿Entonces?
  • Entonces, no me queda otra que perdonarte. Si te parece bien.
  • Me parece bien… ¿Los pimientos los prefieres muy hechos?
  • Me da igual.

Retiró la sartén del fuego y me los sirvió directamente en el plato.

  • ¿Quién es el padre?
  • Quién va a ser.
  • ¿Ricardo?

Afirmó con la cabeza.

  • ¿Y dónde está?
  • Hace más de tres meses que se marchó. Desde entonces no he sabido nada de él.

Terminado el banquete le pedí un cigarrillo a sabiendas que en su estado era muy probable que no fumase. Y así era, pero para mi sorpresa ella guardaba unos paquetes que dejó olvidados mi “amigo”.

  • Quédatelos, total yo ya no fumo y dudo de que Ricardo vuelva a por ellos.

Rápidamente me encendí uno, llevaba meses sin fumar pero en todo ese tiempo no había pasado un día sin que lo echase de menos. Joder, que placer sentir de nuevo el humo en mis pulmones. Marta me sugirió que me diera un baño, acepté. De paso aproveché para afeitarme. También me corté el pelo, descargando de aquí y de allí. Si tenía que regresar haciendo autostop lo mejor era adecentarme todo lo posible. Para vestirme me puse ropa limpia, ropa mía que Marta aún conservaba en el fondo del armario. Cuando salí del baño parecía otro, alguien mucho más joven.

  • Menudo cambio. Has dejado de parecerte a Robinsón Crusoe. Aunque lo tuyo no es la peluquería. Déjame que te arregle un poco el pelo.

Marta disimuló todas las trasquiladuras que yo me había hecho.
 

  • ¿Por qué no te quedas conmigo? Yo ahora necesito un hombre y pronto mi hijo necesitará un padre.
  • No, eso no es posible. Ahora tengo una vida diferente.
  • Suponía que dirías algo así. De hecho, te he metido en la mochila algo de comida y unas cuantas mudas limpias. También ropa de abrigo, aunque ahora hace buen tiempo más tarde la necesitarás.
  • Gracias. Me vendrá bien…

Dado que allí ya no tenía nada que hacer, me dispuse para partir. Marta me acompañó hasta la puerta y nos despedimos con un beso en la mejilla.

  • Cuídate, Marta.
  • Lo mismo te digo.

Caminé calle abajo. En un momento dado me  giré y le pregunté:

  • ¿Cómo se va a llamar?... Me refiero a tu hijo.
  • Aún no lo sé.

Nos dimos un último adiós. Anduve hasta las afueras de la ciudad. Una vez en el camino percibí cómo desde la lejanía el bosque me llamaba. Apresuré mis pasos.

Perdido

 

 

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