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ISSN 1989-4163

NUMERO 44 - VERANO 2013

La Venganza de Watson

Jesús Zomeño

            Watson estaba especialmente molesto con Holmes aquella  noche, después del incidente de la rata verde y el vedugo de Paddintong. Al parecer, era inaceptable para Holmes que Watson le superase en algo. Tanta vanidad conduce al pecado y la tentación de Holmes fue humillar a Watson. No pudo resistirse a demostrar públicamente que él también domina la medicina y que incluso es capaz de salvarle la vida al doctor. Por eso, ante los periodistas, procuró que la rata mordiese a Watson y después le suministró el antídoto, menospreciando los efectos de la incontinencia que provoca el veneno  y la vergüenza que eso le ocasionó.

            Por ese motivo, Watson decidió cometer un crimen. Convertirse en autor del único caso que Holmes no pudiera resolver y dejar probado que no es infalible. El método sería sencillo, según lo previno el doctor: Si la herramienta de su amigo era la lógica, bastaba con actuar al margen de toda lógica para no dejar huellas.

            Aquella noche de finales de abril, estaba lloviendo cuando Watson se encontró con Lestrade en Oxford Street. Estaba decidido a ejecutar su plan y al saludar al inspector, pensó que había encontrado la víctima adecuada. Por eso aceptó acompañarle a la taberna del Dragón Rojo, donde el policía pidió ginebra y él una cerveza.

            No era la primera bebida que tomaba aquella noche, por eso hablaba de algunos temas personales sin precaución alguna. Al inspector de Scottland Yard le gustaban las prostitutas. Prefería las menos sofisticadas, las más feas y marginales, porque éstas son las que menos reparos le ponen a su abultado miembro de caballo, cosa de una triste herencia de su abuelo escocés, que nunca utilizó pantalones.

            Era una confidencia de la que ya le había hablado Holmes, por eso Watson pensaba en su plan sin hacer demasiado caso a las confesiones del inspector. Bastaría con salir primero y esperarle en una zona oscura, Lestrade solía volver a casa andando. Primero le dispararía al pecho y después, una vez muerto, le dispararía en la boca para sugerir varias vías de investigación. Pero Watson se consideraba un artista y el principal detalle de la puesta en escena sería escribir en la pared una frase misteriosa, porque los mensajes crípticos son la especialidad de Holmes. Algo aparentemente absurdo, como dejar escrito: "el perro flaco ata a los judíos" o, por ejemplo, "el elefante abre paso al zapatero serbio". Las minorías étnicas provocan mucho miedo en la sociedad victoriana.

            Mientras, Lestrade se mostraba especialmente explícito con los detalles de su pene. Desgarraba a las mujeres con su tamaño. Un asunto sucio del cual su esposa no quería hacerse cargo, ni siquiera con métodos que sustituyeran la penetración. El año anterior, de hecho, convino con ella una solución que evitara sus salidas nocturnas en busca de prostitutas. Una solución conveniente para ambos y especialmente satisfactoria para él. Se lo propuso su propia esposa cuando se enteró de una doncella negra enorme y obesa que buscaba empleo. Tenía buenas referencias pero sobre todo unos muslos enormes y un estómago prominente. Tanta carne y grasa desbordada hundía mas de veinte centímetros la entrada a la vagina. Restando esa pérdida, lo que se llegaba más allá de esos veinte centímetros de pérdida aún le permitía al inspector un sexo completo y normalizado. Lestrade estaba satisfecho con dicho alivio y eso también procuraba confianza y tranquilidad a su esposa, evitando las habladurías y los inconvenientes por las salidas nocturnas de él.  Se supone que para la criada también sería una solución placentera, pero nadie le preguntó lo que opinaba.

Sin embargo, seguía contándole a Watson, en octubre todo se perjudicó por una hermana de su mujer que vino a instalarse con ellos en Londres a su regreso de la India, donde su marido era coronel de un regimiento en el norte, y que presumía de una moral intachable. Antes de que llegase su cuñada, fue necesario despedir a la doncella a pesar de las enérgicas protestas de él. A su esposa le bastaba ya con la compañía de su hermana por las noches.

            -Cuando las penetro, no controlo las convulsiones del orgasmo -contaba aquella noche Lestrade-, y suelo hacerles daño. Confieso que algunas veces incluso las desgarro por dentro y si no me denuncian es solamente porque saben que después puedo librarles de la horca si llega el caso de que necesiten mi favor.

            La conversación derivaba en detalles desagradables, por los que Watson iba convenciéndose de que matando a Lestrade retaría a la inteligencia de Holmes y también haría justicia contra un animal.

            -Lo peor -aún había mas-, es que me excitaron mucho los crímenes de Jack el Destripador. Si un orgasmo mío les provoca una fisura en la vagina, ¡qué no sería llegar a reventar todas las entrañas y esparcirlas por el suelo! ¡Menudo orgasmo sería el que hubiera causado tal explosión de vísceras!

            Lestrade había pedido varias ginebras mientras Watson mantuvo la continencia con la primera cerveza para conservar la puntería. La conversación del inspector le revolvía el estómago y decidió ponerle final. Echó mano a la cartera para irse y esperarlo fuera, pero el  otro lo contuvo indicando que en aquel lugar estaban invitados. No obstante, le pidió discreción por lo que le había confesado y Watson se lo prometió, con cierta sonrisa acerca del silencio que pensaba procurarle.

            De todas formas, Holmes tenía razón y Watson era un cobarde. El doctor hubiera preferido que mejor le tildaran de prudente.  Al salir del Dragón Rojo, anduvo dos calles y después giró a la derecha, por azar. Tenía que ser práctico, no dejarse llevar por el reproche a Lestrade. Por eso, en el primer callejón se agachó y degolló a una vieja borracha que estaba durmiendo en el suelo. Lo hizo con indiferencia, como debe hacer un caballero. Fue sencillo. Desde luego, Watson no estaba dispuesto a retar a Holmes con algo demasiado evidente. "El exceso de confianza es el peor enemigo del criminal", solía decir su amigo.

            Al día siguiente, con la prensa de la tarde, a Holmes le pasó desapercibido el asesinato de la mujer y Watson sonrió complacido por la torpeza de su amigo. Se sirvió otra taza de té. Añadió dos terrones de azucar en su taza y se recostó complacido en el sillón.  Había vencido a Holmes, aunque sin la advertencia del reto.

            En todo caso -pensaba Watson-, advertir los peligros y los desafíos forma parte de las habilidades de las que presume Holmes. Sin embargo, ni siquiera ha advertido que desde anoche ha mejorado mi humor.

La venganza de Watson

 

 

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