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ISSN 1989-4163

NUMERO 44 - VERANO 2013

San Francisco

Francisco Gómez

   Te dices que nunca serás capaz porque no eres un hombre de empresas grandes -tu experiencia al borde de la mediana edad así lo confirma-. De esos que quedarán para los restos en estos tiempos de rapideces y competitividades múltiples e indiferencia generalizada por la suerte del otro. Estás convencido de ser un cobarde vital, un tipo que nunca llevará adelante sus proyectos en la vida, en el trabajo, en lo que sea. Total, para qué si a nadie le interesa, ni tan siquiera muchas veces a ti mismo.

 Pero lo tienes en la cabeza y atravesado en medio de tus aurículas y ventrículos y no te lo quitas de encima ni con una apuesta de vino. "Tengo que hacerlo, hacerlo. Demostrarme que soy capaz y yo valgo y puedo. Que cuando se me mete una cosa hay que cumplirlo por lo civil o por lo criminal. Que nada se escribió nunca de los cobardes. Todos ellos están sumergidos en el maldito río del olvido y el anonimato", te lo dices, te lo repites y vuelves a repetir como las canciones machaconas que tanto te gustan y no paras de escuchar y siempre te recuerdan un pasaje de tu vida que nunca fijas en un tiempo concreto. O una letra que te envía al recuerdo de alguien que es o fue importante hasta que todo pasa y el minutero lo sepulta entre nuevos episodios.

 "De hoy no pasa. Decidido. Mañana compro los billetes y me largo", te autoconvences. Mañana cogerás el avión y te largarás hasta tu mítica ciudad, la que te está esperando desde hace largo tiempo, la que musitas en tus sueños. The city by the Bay, The city that Knows How, la ciudad que te provoca como esa sensación inexplicable que te domina tu cerebelo y te causa esa pulsión de vértigo que no te deja acudir a tantas ciudades soñadas, imaginadas en tu corazón donde te esperan otras vidas, otras historias que rompan esta esclerótica monotonía que te corroe los días y las derrotadas noches. Pero antes tendrás que hacer un ejercicio de valentía y romper tu miedo brutal al vértigo que te impide enfrentarte a bajar la vista al suelo desde una azotea, cruzar un puente con un pasamanos escaso o incluso mirar a la calle desde el balcón de tu casa.
Nada se ha escrito nunca de los cobardes que nunca han destrozado la vajilla por si pasaba algo o eran el ojo de la crítica de los vecinos, acristalados en su propio aburrimiento.

 Este maldito vértigo que te paraliza las entrañas y te viene, según crees, de pequeño cuando tuviste que subir a un telesférico en Barcelona para ir a Montjuït y tus compañeros de colegio te obligaron a montar bajo la terrible amenaza de quedarte solo. Solo en tu soledad infantil y te subiste con tus pequeños arrestos para descubrir que el ingenio aéreo no tenía cristales. Viviste los momentos más terroríficos de tu corta vida. La ciudad bramaba a tus pies con su Sagrada Familia, su Barceloneta, sus Ramblas y el Camp Nou y tú estabas arriba a no sé cuántos metros, acobardado con el corazón en la garganta y deseando que todo pasara, que todo fuera un mal sueño que no recordarías más. Sobreviviste y hoy estás en la edad adulta. Nunca te has montado en una montaña rusa ni en estratosféricos toboganes acuáticos ni has subido nunca en avión. Hasta mañana que te atreverás a cruzar el charco y atrevesar de punta a punta USA hasta llegar a San Francisco.

 Beberás y beberás y volverás a beber hasta reventar y mañana tomarás ansiolíticos y tranquilizantes para estar estúpidamente dormido como tantos durmientes de esta so(u)ciedad que ahora parece despertar. Y poder soportar la tensión de viajar muchos metros, pies o como se llame, sobre el suelo, en el cielo y si aún te atreves mientras el agua sea tu lecho, tu territorio a recorrer, te acercarás a la ventana y preguntarás a las nubes que nunca podrás tocar con tus manos, dónde están los ángeles, en qué lugar se esconden bajo el ramaje transparente del hidrógeno y el oxígeno. Querrás saber si puedes hacerles algunas preguntas para aliviar tanta nerviosismo que se acumula en tus ojos, en tus párpados, en tus sienes, en tus labios que tanta han deseado y querido y tanto han perdido y tantas veces han sido derrotados y alguna que otra vez recompensados.

 Llegarás hasta el aeropuerto internacional de San Francisco, a 21 kilómetros al sur de la city y te sentirás chiquito en una nación enorme con diferencias horarias absolutas, sobre un terreno ganado al mar que se extiende hasta la bahía. Según tus informaciones, el aeropuerto de San Francisco es el 14º que transporta un mayor volumen de viajeros al año en el país que ama al dólar y el 25º en el mundo mundial y tú una pulguita entre el tráfago del universo que corre alrededor tuyo. Cogerás el Bart, el servicio regional de metro que conecta San Francisco con el este de la bahía a través del Transvay Tube, la línea subterránea que discurre por debajo de Market hasta el Civic Center.

 Y ya estarás allí, en la ciudad que consideras más liberal de Estados Unidos, la que vio nacer con toda su potencia el movimiento hippie y el Summer Love, el verano del amor y "flowers on your hair" que el cantante Scott Mckenzie entonara como un himno en el Festival de Monterrey en los 60 y tú has tarareado tantas veces. La ciudad con el movimiento gay más fuerte y su barrio de Castro. Seguirás los pasos por donde vivió y murió Harvey Milk y George Moscone en 1978. Te gusta la libertad. Que nadie diga por donde debes pisar mientras superas el pánico a las alturas y recorres The Golden Gate Bridge, el puente que une la Puerta de Oro entre San Francisco y el condado de Marin. Observar sus brumas que cubren la bahía, que apenas te dejan ver la ciudad soñada, que no te permiten casi vislumbrar Alcatraz, la pensión de Al Capone por una buena temporada y piensas que estas nieblas son reflejo de tu alma atormentada, un no saber adónde diriges tus pasos, si servirá de algo para alguien lo que haces, si serás algún día pasajeramente importante para alguien. Y te pierdes por la memoria de escritores que nacieron, vivieron y amaron esta ciudad como Jack London, el escritor maldito que se cansó de vivir a los 40 años, hijo de una relación entre una médium y un astrólogo itinerante. Hijo de la miseria, creció en los muelles de Oakland y a los 16 años se compró una chalupa y se convirtió en "rey de los saqueadores de las ostrerías de la bahía". Pero el amigo Jack era buscador de grandes espacios y acabó por cazar focas, vagabundo del ferrocarril, buscador de oro, reportero de los bajos fondos de Londres, corresponsal de guerra...para dar rienda suelta a todas las vidas que habitaban en él y desbocarse en su hermosa, vibrante y terrible literatura y ser admirado y seguido por Hemingway, Fitgerald y Kerouac, el gran beat con Allen Ginsberg. London y su bello y enigmático rostro. Que acabó por creerse sus historias y se inventó a sí mismo. Su más hermosa locura, el Snark, un queche de 55 pies, cuya construcción supervisó in person. A su timón navegó hasta las islas Marquesas a las huellas del gran R.L. Stevenson.

 Recuerdo también en el puente a Kerouac "On the road" y su literatura beat, ametralladora de las mil y una palabras continuas, sugeridoras y su aventura en el 46 de embarcarse con Neal Cassady y Ginsberg a la carretera del Oeste, tras las huellas de los primeros pioneros. Kerouac que sentía correr por sus venas la sangre de Jack London para recorrer los Estados Unidos en busca de la auténtica América desde New York a San Francisco, entre ferrocarriles, carreteras, gasolina y comida barata. La contracultura americana de kilómetros, viajes al borde de la marginalidad y mujeres que seducir mientras el alcohol y las drogas brillaban en los ojos y en los labios. Un nuevo lenguaje, una explosión, un romper amarras y viajar al azar. Gritar, gritar, gritar. Hasta que los jóvenes poetas y escritores indigentes se encontraron en North Beach y escucharon jazz y lecturas de poemas en Minnie´s Can-Do, en el Black Cat, en el Iron Pot y en la librería de Ferlinghetti. Allí donde en 1955 empezó el movimiento beat con la lectura del poema "Howl", una larga letanía, declamada, gritada por Allen Ginsberg y que se publicaría un año más tarde en la colección City Lights Books y así surgiría todo. Dos años después "On the road" y "Go" donde John Clellon Holmes animaba a descubrir el mundo y a los demás y que llevó a miles de jóvenes norteamericanos a dejar sus casas y salir on the road.

Todo esto y más pensaría mientras intento adivinar la silueta de San Francisco City entre las brumas y los verdes, azules y ocres de la bahía. y contemplaría que hoy queda poco de lo que soñé. Que pocos se acuerdan hoy de la generación beat de North Beach, que Haight Ashbury no es ya el hogar desde hace tiempo de las comunidades hippies que ven asentarse a costosas boutiques y cadenas comerciales en sus reales, vestigios para turistas ávidos de recuerdos. Y evocaría las palabras de Tom Wolfe en "Acid Test". "North Beach no era ya más que una galería de tetas. En el célebre cuartel general de la generación beat reinaba Shing Murao, el oráculo nipón del lugar...North Beach no era más que senos desnudos y exhibicionistas que ensanchaban sus pechos con inyecciones de silicona".

 Pero uno ama a estos escritores malditos que te envuelven la cabeza y el corazón con sus atrapadoras hiedras de letras y no podría dejar de recordar lo que estos fanáticos han escrito sobre esta ciudad amada y mito de mis sueños.

Desperté. Seguía allí. Entre las paredes de mi habitación que me protegían del cierzo. Los pajarillos cantaban en el exterior. San Francisco seguía allí a pocos kilómetros de mi esperanza, en el interior de mi cerebro en llamas.

 

Música para acompañar el artículo

San Francisco - Scott McKenzie

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