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ISSN 1989-4163

NUMERO 24 - VERANO 2011

Las Estrellas se Fueron - El Profesor

Amador Redondo

Las estrellas se fueron

                        Hizo falta que ocurriera, para que la gente mirara a lo más alto, como nunca lo habían hecho. Las estrellas desaparecieron un día, nadie sabe por qué.

                        Los astrónomos aseguran –bueno, como siempre, unos sí y otros al contrario-, que no es que hayan desaparecido, sino que es nuestro planeta el que se ha perdido, extraviado de su órbita. ¿Pero a dónde hemos ido? ¿Tan lejos, que no vemos ni las estrellas?

                        Indagamos en las razones cósmicas del universo, en los avatares del destino, en los cambios de la historia, en la filosofía que pensamos y en la que creemos, en todo lo que pudiésemos saber, para encontrar una explicación y una solución, quizá.

                        Mientras, el mundo entero seguía igual. Únicamente por la noche, distinguíamos la diferencia, un cielo oscuro, negro, impenetrable.

                        Contra todo pronóstico, no hubo disturbios, ni locuras, ni suicidios colectivos, ni estallaron guerras del fin del mundo. Nada de eso, un halo de conmiseración por todos y por nuestra pérdida invadió el planeta. La carrera espacial ya no era para descubrir el espacio, sino para volver a estar con ellas.

                        De algún modo parecía que se nos hubiese echado del universo, o del espacio, o estábamos “desfasados”, como dicen en las películas, quién sabe.

                        El caso es que la negrura nos recogía en nosotros mismos y con los demás y ello nos dio la fuerza para mejorar el mundo, decididamente, sin particularismos, con humanidad, con verdaderas buenas acciones, con generosidad, con un objetivo común: volver a ser lo que éramos.

                        Ahora, que aún seguimos intentándolo año tras año, les cuento la historia a mis hijos, y reímos recordando cómo eran, e imaginando dónde estarán.

                        Y vemos fotos, y las pintamos en cualquier sitio, y colapsamos los planetarios, aunque ahora haya casi uno por calle: Necesitamos verlas de vez en cuando, recordarlas, soñarlas, y unirnos para hacerlo, para saber que volveremos a tenerlas tan cerca como siempre estuvieron.

 

El profesor

Dejé de respirar a menudo; al menos, lo intentaba. Lo había visto hacer al de la otra cama, pero a mí no me salía bien.

Este cuerpo mío me traiciona hasta para morir.

La enfermera llegó, como cada día, con su tarea bien aprendida: bolsita de suero, esparadrapo, y cánula a estrenar. Ese día no me preguntó por nadie, ni por los que no venían, ni por los que debían venir.

-Ya sabe que estoy sólo –le dije en una ocasión. Pero ella me lo volvía a preguntar al día siguiente; como si pensase que no había sido completamente sincero.

Mi compañero habla poco, pero responde siempre que le pregunto. Con el tiempo he dejado de hacerlo. Se me agotaron las ideas. A pesar de ello, me invento los temas, aunque acabe hablando solo. Los improviso entre comida y comida: en qué hemos trabajado, dónde nacimos, y qué hemos querido siempre hacer.

Por su parte, casi siempre, silencio. Quizá a veces un murmullo, un asentimiento que rumia una idea, que guarda un sentimiento, que alberga una pasión, que ya no es pasión, sino desilusión y amargura.

La otra noche casi lo consigue, pero estas enfermeras, ¡las muy puñeteras!, son demasiado rápidas. Y vinieron con el equipo completo, con sus aparatitos que pitan al ritmo de un corazón que bombea por bombear, aunque no haya la menor intención de hacerlo.
Tengo que acordarme de cogerles las vueltas en el cambio de turno. Con un par de minutos bastará. Lo leí en un artículo hace años.

Al día siguiente, fue el que más habló; tan sólo unas pocas frases, pero de las que valen toda una vida.

-Así no lo conseguirá –dijo, después de uno de mis intentos de taparme la nariz. Porque ya lo había intentado antes; tantas veces que ya no me acuerdo: pérdida de sangre, obstrucción del goteo con unas pinza que había robado, o infección de mi herida con cualquier producto que llegase a mis manos, cualquier idea era buena.

-Usted parece no tener más éxito que yo –le dije y sonrió. Fue la única vez que se lo vi hacer.

-Intento olvidarme de mi mismo –me dijo-. Es la única manera. Nuestro cuerpo es un ser vivo que quiere seguir viviendo, aunque el espíritu que lo habita haya muerto hace tiempo. Tiene que empeñarse, con todas sus fuerzas. Tiene que alejarse de sí mismo, decirse que ya nada importa.

Estuve de acuerdo con él, aunque fui consciente en seguida de que nunca llegaría a ser tan honesto conmigo mismo. A lo mejor, esa era la cuestión, que no estaba siendo sincero, no en lo que deseaba, sino en lo que no deseaba. Esa noche apenas dormí, escuchando cada aliento suyo. Vigilando hasta dónde llegaría su fuerza de voluntad.

Al día siguiente, sobró una bandeja del desayuno, y un par de médicos le hicieron todos los exámenes procedentes. Llamaron a la enfermera jefe, que firmó unos papeles y unos minutos después me quedé solo en la habitación.

El sonido del silencio, ahora que no había nadie conmigo, pesaba cada día más.

Nunca supe su nombre, ni me contestó a ninguna pregunta sobre su vida, a pesar de que él lo sabía casi todo de mí.

Salí del hospital en una semana, y seguí mi vida allá donde me llevase, recordando a cada momento quién era, qué deseaba y qué quería recordar.

Las estrellas se fueron

 

 

 

 

 

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