Mercedes se sienta en la mesa. Le acompaña una solitaria vela que alumbra su cena. Sólo se oye el crepitar de la chimenea entre sorbo y sorbo, entre cucharada y cucharada. La sopa de arroz con trocitos de patata hervida se le hace eterna; no es capaz de tragar nada. Mira la radio. Su radio es la mejor que hay en el pueblo; una RCA Víctor de 5 válvulas que le trajo su marido de Barcelona, como regalo en su penúltimo cumpleaños. Parece que hubiese pasado mucho más tiempo. Ya sabe que se la requisará el Comité. Y qué más da si se la quitan -reflexiona- si ya hace tiempo que no la escucha; los partes de guerra de Unión Radio Madrid sobre el frente de Aragón, tan triunfalistas como engañosos, la ponen muy nerviosa.
Afuera está nevando otra vez y el viento ha empezado a silbar entre las tejas de la casa, haciendo tintinear el cubo del pozo. El Cierzo que baja desde el Noroeste ha helado todo a su paso, haciendo que las temperaturas bajen hasta los 15 grados bajo cero. Hace muchos años que no hacía tantísimo frío, y aunque todavía tiene leña, le preocupa qué pasará cuando ésta se acabe.
Sabe muy bien que las desgracias nunca vienen solas y que la mala suerte se para más veces enla puerta de los desheredados. Mira la escopeta apoyada en el quicio de la puerta, y la canana que cuelga a su lado, sobre la silla de enea. Si vuelven a venir estará preparada, y todo será distinto. Esos pensamientos rumiantes la hacen sentirse otra vez sucia y vulnerable, e intenta sin éxito borrárselos de la cabeza. Las enmarcadas fotos sepia de su marido fusilado y de sus dos hijos en paradero desconocido decoran la estancia; la del pequeño, Luis, se ha caído al suelo esta misma mañana, rompiéndosele el cristal, lo que toma como un mal presagio. Y de manera tan irracional como furtiva, le embarga tal sentimiento de fatalidad y tristeza, que se le escapa un lastimero sollozo. Del almanaque de propaganda de Xocolates Riucord que hay sobre la chimenea, cuelga la última hoja del año 1937. Están tachados con tizón –rompiendo el papel sobre la pared, como lo haría un enamorado despechado o un condenado a muerte- todos los días hasta el 23. Esta noche es Nochebuena. Y mañana, Navidad.
Teruel está a punto de caer en manos republicanas cuando empieza a anochecer. El General Líster intenta a duras penas hacerse con el Hospital de la Asunción, aún en manos de los rebeldes. Sabe que tendrán que pagar un precio muy caro, así que ha mandado a la carnicería primero a los anarquistas y a las Brigadas Internacionales, reservándose lo mejor de su 11ª división -ejército regular y comunistas- para cuando esté todo el pescado vendido. Como escribirá uno de esos mismos combatientes, el anarquista británico George Orwell, en su libro Rebelión en la granja, “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son mas iguales que otros”.
Los edificios que rodean La Plaza de San Juan van cayendo uno a uno, desgranándose como un racimo de uvas en las garras de una raposa, gracias a la disciplina de los carristas soviéticos y el empuje de los anarquistas...Los asaltantes abren agujeros a pico en las paredes y suelos, para luego lanzar granadas de mano o cócteles molotov, sin saber si alcanzan a enemigos o a civiles refugiados en sus casas. Se combate a pistola y machete o con palas afiladas, llegándose casi siempre al cuerpo a cuerpo. La violencia y la saña son extremas, y el frio insoportable. Los escasos 4.000 nacionales defienden el pequeño trozo de ciudad que les queda, resistiendo casa por casa, vendiendo su piel lo más cara posible. Su jefe, el coronel Rey D´Harcourt, sabe que la única manera de aguantar es jugar a las Termópilas en cada portal, rellano y escalera. Es una guerra fratricida y sin cuartel, donde no se toman prisioneros ni se aplica la piedad, y aunque en el resto del mundo se hayan olvidado temporalmente las diferencias, para esperar el nacimiento de Jesús, hoy el hijo de Dios no vendrá a Teruel.
Marcial espera el momento adecuado para avanzar con la sección que lidera. Están recibiendo disparos de una ametralladora desde las ventanas del primer piso del Hospital de la Asunción con tal intensidad, que llevan atascados en la esquina del edificio de Hacienda casi toda la tarde. Un par de carros rusos T26 llegan por fin para darles cobertura. Avanzan entonces agazapados tras los vehículos, protegidos por su blindaje. Uno de los tanques consigue meterse literalmente en el edificio, momento que Marcial aprovecha para cambia el cargador de su subfusil y ordenar a sus hombres entrar al edificio por el hueco abierto. A tiro limpio se van abriendo paso sobre los escombros, entre un laberinto de salas, habitaciones y quirófanos. Una mujer sale de la nada, levantando a un niño de unos tres años en sus brazos, gritando que no disparen. Mujeres y niños pequeños, cubiertos de polvo y con las caras blancas, salen corriendo aterrorizados en medio del desorden, mientras continua el tiroteo entre ambos bandos. Aunque se grita alto el fuego, son niños, se hace caso omiso, y muchos inocentes escondido en los sótanos del hospital van cayendo al intentar salir bajo el fuego cruzado. Los asaltantes toman el primer piso, rematando por sistema a los rebeldes que aún quedan con vida; Marcial busca a los servidores de la ametralladora que les ha estado castigando toda la tarde. Es entonces cuando se fija en la cara del único superviviente, que junto a su ametralladora aún humeante y herido en el costado, intenta alcanzar un fusil para hacerle frente. Ambos se miran fijamente. Marcial no puede creer lo que ve. Le grita:
-¿Luis? ¿Eres tú?
Mercedes se despierta sobresaltada. Es media noche. Están aporreando la puerta con la palma abierta. Se ha quedado dormida sobre la mesa y los primeros segundos no sabe ni donde está. Ya vienen otra vez a por ella, piensa, y tras encender la vela se levanta para coger la escopeta. Comprueba que el arma está cargada y la cierra de nuevo con firmeza, para que oigan desde afuera el ruido metálico característico. Entonces abre el portón dispuesta a morir matando.
-¡Madre! Somos nosotros.
Mercedes no cree lo que ve. Marcial lleva sobre su hombro a su hermano Luis malherido; cada uno lleva un uniforme distinto.
Le tiemblan las piernas y termina arrodillada en el suelo, apoyada en la escopeta. Masculla una plegaria.