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ISSN 1989-4163

NUMERO 109 - ENERO 2020

 

Fadrí, el Dragón Nombrador

Ángela Mallén

En lo más profundo del tiempo, mucho antes de que las nubes aprendieran a volar y mucho antes de que el mar tuviera olas y antes incluso de que los dinosaurios nacieran de un huevo, vivía un dragón solitario que se alimentaba de polvo de estrellas. Tenía garras afiladas con las que le gustaba hacerle cráteres a la luna, escamas de esmeralda porque le fascinaba el color verde, colmillos para hacerle cosquillas a los satélites recién nacidos, una lengua muy larga que era de fuego y un cuerno en el centro de la frente para poder colgarse un adorno. Era un dragón presumido y cuidaba mucho su aspecto. Desde hacía un par de siglos estaba haciéndose una bufanda de plumas de ángel, colas de cometa y flores de nieve de planetas congelados. Como en la noche de los tiempos sólo había ángeles y algún que otro dios, tenía casi todo el universo para él solo. Por eso acostumbraba a deambular por los confines del cosmos, luego se iba a dormir un poco a Orión o Andrómeda y por las mañanas boreales se iba a desayunar a la Vía Láctea. Era un dragón friolero, fisgón y entrometido que sólo le tenía miedo a una cosa: caer en un agujero negro.

La existencia en aquellos tiempos tan profundos carecía de nombre, por lo cual hubo de inventárselos el dragón solitario. Procuraba buscar nombres que tuvieran música y lógica. Y como ni la música ni la lógica se habían inventado todavía también se las tuvo que imaginar él.  A Orión la llamó así porque estaba formada por estrellas tintineantes en sus oídos: o-ri-óóóóónnnn. Y a Andrómeda porque la atravesaba saltando de estrella en estrella como si fueran teclas de un xilófono: An-dró-me-da-An-dró-me-da-An-dró-me-da. 

Una de los millones de veces que se encontraba relamiendo el riquísimo polvo estelar de la Vía Láctea (la llamó así porque era blanca y dulce como la leche de néctar que bebían los arcángeles en el paraíso del universo paralelo), vio por allí cerca una estrella bastante gorda que tenía nueve planetitas girando a su alrededor.  Parecían una familia simpática y bien avenida. A la estrellota la llamó Sol, porque se parecía a la nota musical que acababa de inventarse. Al primer planeta lo llamó Mercurio como su amigo el dios mensajero. Al segundo, Venus, como la diosa guapísima de la que estaba enamorado. Había uno que tenía un anillo precioso y pensó colgárselo él de su cuerno, lástima que no le cupiera. Así que lo llamó Satur-no, como el dios viejo, negativo y gruñón.

Y justo entonces, desde allí sentado al lado de Satur-no,  lo vio. ¿Qué vio? ¿Qué? ¿Qué? Pues vio el planeta azul. Era pequeño y reluciente como un átomo de vida, nebuloso y licuado como una gota de ambrosía. Pensó en comérselo enseguida, como un niño de hoy se comería un caramelo, pero se lo guardó para luego. Tan extraño era y tan bonito.

De modo que se acercó por allí y observó el planeta azul con su enorme ojo verde. Tenía montañas blancas casi tan puntiagudas como sus uñas. Tenía mares del color de sus escamas esmeralda y lo envolvía un cielo vaporoso que era lo más parecido a las pupilas de Venus cuando lo miraban a él.  Aunque al contemplarlo desde lejos le habían dado ganas de comérselo, ahora que lo escrutaba con detalle sentía una emoción extraña y nueva: eran deseos de protegerlo, mimarlo, acariciarlo y, sobre todo, era el deseo de no sentirse más solo. Y se puso a dar berridos de los suyos para expresar aquel nuevo estado alegre e ilusionado.

El dragón solitario cambió de tamaño, como hacía cuando le interesaba entrar en sitios pequeños, y se detuvo en una playa azul -aún sin estrenar- desde donde se divisaba la bola del Sol, limpia y distante. El mar todavía no había empezado a moverse y el agua era un perfecto espejo donde todas las cosas se duplicaban. −Cuánto me gustaría escuchar aquí fuera la música que escucho dentro de mi cabezota, pensó el dragón.−Aquel lugar hecho de líquidos, gases y lejanía le inspiraba enormemente. Tan placentero era aquel lugar que el dragón se adormeció y soñó que los colores se apagaban y que se dibujaba un disco de plata en el cielo y que el mar crecía un poco para bailar la música de su cabezota. A lo mejor pasaron varios millones de años -contar no era la prioridad del dragón-, pero el caso es que se despertó y notó cómo flotaba en el aire su bufanda de plumas, cometas y nieve. Flotaba literalmente. En su cocorota percibió una suave caricia que luego denominó “brisa marina” y tanto sus pezuñas como su interminable cola estaban más fresquitas porque se impregnaron de una sustancia húmeda como sus lágrimas de la risa que luego llamó “agua salada”. ¿Qué estaría pasando allí? Miró hacia el cielo y vio una cara en forma de disco plateado que luego denominó "luna“. Los colores estaban variando y el mar, que se había ido junto a él, bailaba vestido de espuma blanca. Bailaba porque todo aquello tenía sonido ambiental. Era el sonido hermoso que antes sonaba sólo en la cabeza del dragón: rítmico y suave, melódico y sincopado. Nadie sabe si aquello fue un sueño hecho realidad o una realidad que indujo al sueño. El caso es que así sucedió.

A partir del sueño del dragón, la luna empezó a dirigir las mareas con su mirada, el mar no dejaba de bailar el vals de las olas, los colores se apagaban cuando brillaba el disco de plata y despertaban cuando calentaba la estrella grande. Se hicieron la noche y el día, el frío y el calor, lo seco y lo mojado. A lo largo de lo que el dragón llamó “un día” cambiaban los colores del cielo y la temperatura del aire. Por todas partes crecían pelusas verdes que llamó “hierba” y enormes tapices oscuros que llamó “bosques”. El dragón se divertía inventando palabras para todo lo que iba apareciendo a la velocidad vertiginosa de por lo menos cinco cosas en cuarenta millones de años. Tan entretenido estaba, que se quedó a vivir allí. Y….CONTINUARÁ

 

 

 


 

 

Fadrí

Imagen: Melchor Zapata 

 

 

 
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