(A  propósito de Lecciones de poesía para  niños y niñas inquietos, Luis García Montero)
                         “Su mujer había oído muchas veces, a  cuenta de sus hijos mayores [¿hijos e  hija mayores? Manolo, Maruja y Pedrito], que a los tres años un niño [¿y una niña?] no hacía en un colegio más  que nada más que molestar, sufrir y resabiarse.”
                  Luis  García Montero, Mañana no será lo que  Dios quiera (2009), Debolsillo, 2016, p. 53.
                   Se reedita, veinte años después, un ameno y  amable ensayo divulgativo, didáctico y recreativo, sobre la poesía, del Dr. Luis  García Montero, aparecido en Comares en 1999.
                   Y, sin embargo, el título original con que  vio la luz, Lecciones de poesía para  niños inquietos, ha registrado una rectificación, ha sufrido una mutación  o, dicho claramente, ha padecido una autocensura —Lecciones de poesía para niños y niñas inquietos—, lo que demuestra  que la epidemia del lenguaje socialmente  correcto —lo cursi es suyo, la cursiva es nuestra— no solo aqueja a los  hablantes de a pie, sino incluso a los mismos doctores que debieran velar por  la buena salud del idioma. Algo reprochable, pero no por ese brindis al sol del  feminismo que más calienta mediante el desdoblamiento del morfema de género,  sino por su incapacidad para hacerlo con corrección gramatical. 
                   Fe de erratas: si el hablante acepta el  pacto implícito de lectura que el profesor —y no olvidemos que es catedrático  de Literatura Española en la Universidad de Granada— le propone, lo mínimo que  puede esperar del maestro es que respete con coherencia —al margen de su actual  incorrección— dicha enmienda morfosintáctica, de forma y manera que, donde dice  “niños y niñas inquietos”, dijera “niños y niñas inquietos e inquietas”, o  “niñas inquietas y niños inquietos”  —que daría prioridad a las niñas en  un ejercicio de discriminación positiva—,  por no mencionar ya otros arbitrios netamente agramaticales.
                    ¿Que suena mal como título? ¡Pues eso se  piensa antes! Porque hacer el guiño progre del  doblete de género, sexando a los lectores infantiles a fin de “puentear” el  masculino genérico, para acabar renegando de su enmienda con el adjetivo masculino  no marcado inquietos, es cuando menos  un timo al lector que ha aceptado el  pacto impuesto por el autor y es burlado por él, una falta de respeto del autor  a su propia propuesta lingüística y un ensañamiento en los presuntos remedios paliativos  prescritos por el doctor, peores que la enfermedad. Así que, al primer tapón,  zurrapa. Nos ha hecho un pan como unas hostias. Consejos vendo y para mí no  tengo. Y para ese viaje no necesitábamos alforjas. Virgencita, virgencita, que  me quede como estoy, que le habría replicado Sancho Panza.
                En  una palabra, peca de  idiotismo. Es decir “una construcción  peculiar de la lengua, donde aparecen como rotas y menospreciadas las más  obvias leyes de la concordancia y construcción y como desfigurado el concepto”.  Pero no porque los hablantes de a pie, “los de abajo”, hayan conformado  así el uso de la lengua en virtud de la  vitalidad del castellano, sino porque grupos de presión social, ciertas vanguardias  del feminismo en connivencia con las élites del poder político y los medios de  comunicación —que, al desoír la autoridad de las comisiones de expertos, buscan  el refrendo de su arbitrio en sesgados comités  de sabios—, se lo imponen “desde arriba” al hablante, arrastrándolo al  idiotismo por la imposibilidad de cumplir los mandamientos de su arbitraria doctrina.
                   Incapacidad que, ante la evidencia del  fracaso de la enmienda del masculino genérico, cuyas conexiones morfosintácticas, tan arraigadas en el disco duro del hablante, exigen un  autocontrol de comisario lingüístico que se salda tarde o temprano con un  fiasco, se asume con la frivolidad de quien presume romper una lanza por la  Mujer, “rompiendo y menospreciando la concordancia”, lanzando un envite, de farol, a una lengua de más de quinientos millones de  hablantes, burdo remiendo que banaliza el igualitarismo a la vez que trivializa el  idioma hasta un ridículo contraproducente. Algo más grave aún si quien así  procede ostenta la máxima responsabilidad en  la difusión del español en el mundo.
                Mantenella y no enmendalla que hunde sus  raíces en el desconocimiento y el sexismo.
                   En el desconocimiento, por ignorar que el  problema del género en español no es el uso del masculino genérico (que invisibiliza a la mujer), sino el uso  que los hablantes vienen haciendo, desde hace diez siglos, del masculino como genérico  (niñas y niños varones) e, indiscriminadamente, su abuso como específico (niños  varones), por carecer de una marca gramatical exclusiva para el varón, incluyendo  y excluyendo el varón a su antojo a la mujer en y de ese género y provocando,  no la invisibilidad, sino la incertidumbre de no saberse incluida o excluida en  y/o del discurso cuya hegemonía ha dictado el varón —y no el hombre, genérico homo (‘semejante’), cuyos específicos son varón y mujer—.
                                  Ignorancia,  por tanto, de que la solución más sencilla es marcar el masculino con una simple acotación  (niños varones como antónimo de niñas), cuando fuera pertinente en el  discurso la discriminación por sexo de los hablantes —“las alumnas superan en sus resultados a los alumnos varones”—, algo, por cierto, cada vez más innecesario  en una sociedad que va hacia el igualitarismo—, reservando, restringiendo, el  genérico original solo a niños y sin  renunciar ellas al usufructo de su inclusión en el mismo, mediante una mínima reforma  del género gramatical —la mencionada especificación del masculino marcado, en  lo gramatical, y la promoción, para el léxico, del género común: el/ la juez, cartero,  piloto, etc.—, que reconcilie el igualitarismo con las estructuras de la lengua  sin violentarlas con torpes remedos a todas luces inviables, lo que haría su  uso, ya de paso, mucho más aceptable para el hablante, tenga este mayor o menor  conciencia del hecho.
                En  el desconocimiento, pues, mantenella.  Y en el sexismo, no enmendalla,  puesto que esa obstinación en el desdoblamiento de género abunda en la  discriminación —positiva o negativa, pero discriminación al fin y al cabo—  sexista, lo que sanciona como rasgo diferencial de la propia identidad el sexo,  tanto en formas gramaticales como en léxico, ahondando en la brecha entre dos  colectivos en detrimento de un igualitarismo genérico. [Y ello por no hablar  del empoderamiento por parte del género femenino, autoexcluido del  genérico, que se apodera en virtud o  defecto de su reconstituido femenino genérico de  todo el espectro del arcoíris de  tipología sexual sin “representación parlamentaria” en el sistema de la lengua,  desde las homosexualidades a la asexualidad, pasando por diversas  transexualidades, androginia et alia,  incluidas en el femenino en su uso como género (mujer y otros casos de género femenino)  o excluidas de su uso hembrista (solo  mujer) que haga la hablante feminista, reproduciendo así una renovada invisibilización.]
                Pues  bien. Que una autoridad de la Lengua (en todas las acepciones reconocidas del  término), como el profesor Luis García Montero, se haga eco del sociolecto  feminista de la “corrección política”—¿dialecto  socialdemócrata?— para incorporar tal desaguisado verbal a esa táctica de revolucionar  la sociedad desde el lenguaje, en el posmoderno mal entendido de que la  manipulación de la palabra transforma la realidad —cuando ha de ser el cambio de  la realidad social precisamente el que acabará reflejado en ese “mundo paralelo” que  es un sistema lingüístico—, dándole cabida en su propio idiolecto, es una prueba  palmaria de la involución retro-progresista del militante García Montero, que en  nombre del feminismo ejerce el populismo verbal —demagogia en su sentido pleno—;del despotismo ilustrado de un  “maestro Ciruela” muñidor de la Reforma educativa, mal educado por la tiranía dilustrada; de la reivindicación  quijotera de un ciudadano García que en nombre del buenismo, dostoievskiano príncipe Mishkin, camina hacia la idiocia.
                   Mala lección,  pues, y peor ejemplo, dictados por la dictadura del  rasgo lingüístico de sexo marcado, más que  pertinente, pertinaz y rayana en impertinente, y por prescripción de un  facultativo—Facultad de Filología— con las facultades o mermadas o prescritas.
                  Parece  que fue ayer cuando éramos niños —que  veinte años no es nada—. Ya te vale, Luisito.
                GLOSARIO
                
                  
                    - «Idiotismo. Forma o giro propios de una  lengua, pero anómalos dentro de su sistema gramatical: “Forman parte del caudal  de nuestra lengua muchas locuciones, construcciones y modismos peculiares de  ella, donde aparecen como rotas y menospreciadas las más obvias leyes de la  concordancia y construcción y como desfigurado el concepto. Locuciones tales se  llaman idiotismos; son vulgarísimas y  no las desdeñan escritores muy pulcros…: a  más ver, a ojos cegarritas, a ojos vistas, a pie juntillas…, etc.” (GRAE).
 
                Fernando  Lázaro Carreter, Diccionario de términos  filológicos, Gredos, 1984, p. 229.
                
                  
                    - Luis  García Montero. Director del Instituto Cervantes, catedrático de Filología  Hispánica y escritor.