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ISSN 1989-4163

NUMERO 49 - ENERO 2014

Urgencias, ¿Dígame?

Rosa Mª Ortega

   Yo no sabía que a un señor le podías rapiñar el coche con su consentimiento y sus propias llaves en sus propias napias. Pero todo no se puede saber. Nasti de plasti. Al menos hasta que da comienzo tu periplo azaroso en un hospital privado. Y eso es lo que hice el pasado año, que ya es pasado, porque el 14 se ha colado incipiente, y yo que me alegro. La cuestión es esta: trabajé durante 5 meses en el flamante y estentóreo departamento de urgencias de una clínica guay del Paraguay. Que no curo pupas yo, no armemos la de Dios es Cristo. Pero el capítulo dio para enfundarme a diario una suerte de uniforme azulete y batallar con urbanitas de serie, potenciales pacientes a quienes admisionar, facturar visita y tramitar ingreso a tutiplén. Y allí pasé mi verano, mi otoño y mi medio invierno. Pero este otro medio ya estoy de vuelta (píllalo por donde gustes) y a salvo de la cara B del Mundo. Venga, va, que te lo cuento… Si tengo unas ganas…

   Hasta que no trabajas en una unidad de urgencias, no sabes cómo has podido llegar hasta aquí sin probarlo antes. Bajo mi modesto juicio, sin tremenda experiencia, jamás habrías caído en la cuenta de que un señor aparentemente normal puede morderse las uñas (de las manos, no de los pies) y tragarse una que se le ha quedado incrustada en la garganta, o eso piensa el señor cuando te lo explica. Tampoco sabrías antes de eso que un tipo puede un día levantarse de la cama por la mañana (tempranito, ¿sabes?), mirarse al espejo y pensar que como no se encuentra, digamos, a 100%, va a hacer una excursión a urgencias en pantuflas y albornoz, que es una prenda chula que te mueres, que en su cuna usaron los bereberes de Argelia, pero que aquí, a día de hoy, en tu pueblo y en el de los demás, es la común bata de baño de España. Aunque esos dos, el marrano de las uñas y el figura del albornoz, tienen el suficiente ajuste de normalidad impuesta, porque lo verdaderamente burdo y sensacional es atender a una señora que dice haberse tomado una pastilla con envoltorio, que está la vida muy poco en volandas como para andar desechando plástico, pero le asalta la sospecha de que el envoltorio puede no ser comestible, y por eso viene, a ver qué es lo que hay. Y lo que hay es que las féminas del XXI son harto cenutrias desmemoriadas, y no recuerdan si se han sacado el tampón que se introdujeron 48 horas atrás en la vagina para absorber el flujo menstrual. Que todo mayordomo requetelimpio dice que el algodón no engaña. Te digo yo que no sabrías antes de eso que hay quien desconoce una farmacia, o lo que se puede hacer en ella al entrar y saludar: “Buenos días, farmacéutica”. Verbigracia, tomarte la presión arterial. Por eso, como no lo sabe, a urgencias puede llegar tranquilamente una tipa con sus santos ovarios productores y secretores de hormonas sexuales y óvulos, la petulancia del que está un pelín preocupado (un pelín sólo, ¿eh?, tampoco más), a que le reconozcan si está hipertensa. Con dos cojones. O no, que de esos no tiene. Que cuando la enfermera le toma las constantes y ve que está normal, la chula decide que ya no es necesario que la vea el doctor, que ya se va tranquila, con su normalidad y sus ovarios más santos aún que cuando entró. Tampoco sabrías que Pijolandia está a la vuelta del chaflán si no hubieras o hubieses prestado tus servicios tras un mostrador de urgencia ginecológica, porque te habrías perdido la deleitosa visión de veinteañeras con prurito genital que, entretanto la espera, pulsan tecla de un móvil con funda rosa fucsia y orejas de conejito Playboy (lo juro por Charlie Brown, lo he visto).

   Y aún hay más, amigos, no se vayan todavía, dijo Bugs de la Looney: lo de los papás. Que no hay como tener zagales y llevarles de paseo, en lugar de al parque, a la sala de espera, porque, insustancialmente, desde hace una hora, el niño tose. Que lo vea el pediatra. ¿Lo flipas? Por eso se te queda el gesto inquisitivo cada vez que un sujeto con churumbeles, que los hay a espuertas, pisa suelo de hospital. Como que cada vez más, los mocosos se emperran en introducirse un cuerpo extraño en algún orificio de entre los ojos y la boca. Véase quicos en la nariz. Y lo que aprendes. Que el saber no ocupa lugar. Vamos, que no estorba. Yo, por ejemplo, supe que el final del verano llegó, y no me lo cantó Manolo ni Ramón. Me di cuenta cuando un paciente acudió a urgencias post playa, y dejó colgadas en el pomo de la puerta, junto al ascensor, sus gafas de buzo, y el consiguiente flotador en la papelera. Ahí supe que el verano se había acabao. No más verano. Ea, un hecho dedicido y no sujeto a negociación.

   Tampoco sabrías antes de eso que, de tanto en tanto, es menester adoptar el protocolo oficial hospitalario en circunstancias “chic-couché”. Que si llega una princesa de los Emiratos Árabes con séquito de escolta y limusina opaca (de incógnito, ¿eh?), con la llana intención de hacerse una placa, tú la atiendes con aspavientos y listos, que para eso trabajas en urgencias. Total, que te hartas a parlotear de divertículos, pielonefritis, bartholinos, ictericia, leucorrea, epistaxis y hematuria, de entre el emocionante mundo del síntoma patológico. Y si un día te da por bajar al mundano terreno de la plebe, al de tu vecino, al normal y corriente de los mortales, y vas y le preguntas al paciente: “¿Qué le ocurre, caballero?” Y te responde que tiene dolor de garganta, mocos y tos, y tú tecleas por una puta vez el consabido “constipado”, sencillito, que no se diga, oiga… entonces, resulta que una enfermera te sugiere que cambies el vocablo, que “constipado” con “n”… mmmm… no sé yo... Los cojones. Diplomatura o licenciatura, no sé. Grado de enfermería y déjate de leches. Y no le suena un carajo que el más común de los resfriados, “constipado”, se escribe correctamente con “n” intercalada entre la “o” y la “s”. Pero tú asientes, digna, con esa mezcolanza de abulia y pasmo, estando sin saber estar, y borras “constipado”, y en su lugar tecleas “trancazo”. A ver si hay huevos de quitarle la “n” a trancazo.

   Total, que tampoco sabrías antes de eso lo que te venía diciendo, que si llega un señor a urgencias con su santa señora en plenas contracciones de baby, y deja el coche aparcado en zona de ambulancias, el tipo estima que es un acto fútil dejarte las llaves sobre el mostrador y decirte: “tú misma, si lo quieres cambiar de sitio… Nosotros vamos tirando para obstetricia.”

   Ring..ring… Perdona, el teléfono.

   Urgencias, ¿dígame?

 

 

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