Prefiero  masturbarme, yo sola en mi cama,
                  antes que  acostarme con quien me hable del mañana
                  Las Vulpess, “Me gusta ser una zorra”
                En 1983, Las Vulpess cantan en televisión la canción “Me  gusta ser una zorra” y dimite el presentador del programa, Carlos Tena.
                                  El mundo era claro e iluminado, no existía la postverdad  ni el movimiento Me Too, que en pos de un objetivo descarta la ambigüedad, los  errores y el arrepentimiento como algo intrínseco a la condición humana. En “La  memoria del alambre” las protagonistas se atreven y se equivocan muchas veces,  pero nunca se arrepienten de sus errores, los admiten como parte de un  itinerario vital. Por tanto, es un libro atrevido en estos tiempos y nunca había  dudado que un libro así tendría que escribirlo una mujer.
                                  El alambre tiene memoria porque cuando se dobla en un  sentido nunca vuelve a recuperar su forma; sin embargo, la culpa no es de  otros. No hay buenos y malos, ningún personaje es lo suficientemente cruel como  para que merezca el odio.
                                  No contaré la trama, ni mencionaré la exactitud con la  que escribe Bárbara Blasco, solo voy a referirme la triple simbología que enhebra  libro: la música, las tribus urbanas y el sexo.
                                  LA MUSICA. El trasfondo de todo es la música, el impulso  vital por excelencia. Como explica Bárbara en su libro, en los 80 la música  tenía letra, a finales de los 90 perdió la letra con la Ruta del Balacao y las drogas, y en la actualidad la música es de  pachanga verbenera y karaoke. Sobre ese hilo, por encima de las tres fases, se  extiende el alambre y los personajes mantienen el equilibro de un extremo al  otro de su vida.
                                  En la adolescencia la música tiene letra porque las cosas  están claras, los valores son absolutos y el desconcierto remediable. Prima la  voluntad, el amor y la amistad. En definitiva, entonces todo tenía sentido. 
                                  Al fin de la adolescencia, que en el libro coincide con  una tragedia anunciada, llega la Ruta del  Bacalao: Música sin letra, psicodélica, confusión entre noche y día y,  sobre todo, las drogas. Las drogas existían antes, dentro de aquella “Movida dura” de la que habla Ana Curra,  pero creo que más bien en los ochenta eran un vehículo de exaltación  individual, de experimentación en libertad. En los noventa, sin embargo, en la Ruta del Bacalao, era un adoctrinamiento  para fundirte en la sociedad obrera de la danza colectiva. Por tanto, en la  novela los años noventa son la referencia a una vida sin argumento, una  desmemoria, una música sin letra, un destino bajo estupefacientes para  olvidarlo todo.
                                  La tercera fase musical, es la actual: Al otro lado de  todo aquello, solo queda la verbena, la pachanga y el karaoke, o sea, el  fracaso vital absoluto. La protagonista de la novela ya es adulta y trabaja en  una orquesta de festejos. Sobrevive cantando canciones que aborrece, música  hortera de pueblo en pueblo. Aquellas tribus urbanas que en los 80 buscaban su  identidad, diferenciándose de los demás, ahora son gente rural que escucha solo  las canciones populares de Paulina Rubio o de David Bisbal.
                                  La música es el tránsito de una decadencia moral, de una  pérdida de libertad, pero también el reflejo de una decadencia social. “La  memoria del alambre” no cuenta la vida de la protagonista, sino que refleja  nuestra vida, desde la transición hasta la fecha.
                                  TRIBUS URBANAS, PERSONALIDAD Y DISPERSION. Me gusta ese  detalle que menciona Bárbara de que a final de los ochenta desaparecen las  tribus urbanas, que nadie es Punk, Rocker,  Heavy o Mod… No hay tribus porque a finales de los ochenta todos perdimos  la identidad y nos fundimos. Mejor dicho, a finales de los ochenta dejamos de  buscar nuestra identidad. 
                                  Desaparecen las tribus urbanas, dentro de las que cada  uno reivindicaba una identidad propia y distinta de la de los demás. El  tránsito fue la música y, según Bárbara, también las drogas de uso colectivo.  El resultado, tras la pérdida de esas tribus, es lo que queda, primero la  monotonía de lo común y después la dispersión (con el símbolo de lo rural).
                                  Queda la protagonista trotando sin identidad de pueblo en  pueblo (a los que identifica solo por su altitud geográfica y demografía, no  describe la belleza de ninguno), conociendo gente sin glamur apenas y sin personalidad (como el chico que fabrica  tapacubos y se come los cruasanes de dos en dos). Solo un personaje es  interesante, uno al que llaman el Lobo, pero es un personaje que precisamente  ha huido de la ciudad y se refugia en un pueblo (parece el alter ego de la  protagonista). 
                                  Parece que después de la caída de la tribus urbanas solo  haya una etapa, que se prolonga hasta la fecha, pero son dos fases. En los  noventa la gente se concentra con una mediocridad común en las macro-discotecas  de la Ruta del Bacalao, pero luego aquella gente ya está dispersa en pueblos (o  ciudades), hastiada y sin nada en común, esperando el paso de la orquesta con  su música de verbena popular en las fiestas del pueblo. 
                                  Por tanto, el desarraigo existencial se hace en tres  fases: identidad individual (80), confusión concentrada (90) y confusión en dispersión  (actualidad).
                EL SEXO. Es otro hilo conductor en la novela. El sexo era  libertad y esperanza en los ochenta. Las protagonistas se obligan a perder su  virginidad a los quince años por decisión propia -y con dolor- solo porque  quieren pasar cuanto antes el mal trago de la ruptura del himen y estar  preparadas a todo lo bueno del sexo y el amor al que aspiran. Tienen el futuro  por delante y lo devoran, a veces sin suerte pero nunca con arrepentimiento. No  hay dolor ni culpa. A veces hubo provecho, otras fracaso y solo en ocasiones  éxito y felicidad. 
                                  Más allá de aquel sexo adolescente, ingenuo y continuo, tan  lleno de esperanza; el presente para la protagonista es de sexo rutinario y triste  promiscuidad. El sexo ahora ha dejado de ser un arma cargada de futuro. 
                                  Hay un bebé que muere cerca del final -que no es el de la  protagonista-, y, en una escena antológica, la protagonista recibe la noticia y  se echa bocarriba sobre la cama, mirando al techo junto a su exnovio. Los dos  desarmados, sobre la cama, sin comunicación ni sexo, mirando el techo, sin  esperanza.