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ISSN 1989-4163

NUMERO 18 - DICIEMBRE 2010

IRURAC BAT

                              (Navidad bascongada de amigos y amigas del País)

Luís Arturo Hernández

                                                                           
                                                                I
                                             UN CADEAU EMPOISONNÉ

   De la cabalgata del año anterior recordaba, no sin cierta compasión, el andar cansino y el rostro ensimismado de aquel carbonero que, tras el séquito de heraldos, pajes y demás holgazanes ataviados con mantos de tejidos brillantes y turbante, calzones de lentejuelas y babuchas, cerraba la comitiva de Reyes Magos, como el último y más humilde súbdito postergado hasta el final del desfile, inmediatamente delante del camión de bomberos. Y se encaprichó con aquel personaje. De forma que, al año siguiente, los Reyes Magos ya habían depositado al pie de la chimenea la blusa de cuadritos, el pantalón de azul Bilbao, la chapela vasca y las abarcas, el uniforme de Olentzero, el mítico personaje navideño.
   Y antes de que llegara el nuevo año, deslizándose por la chimenea del caserío familiar que daba a Francia, Papá Noël le ponía en las abarcas, como regalo por su entrada a la mayoría –simple- de edad, una botella de coñac francés y un paquete de tabaco de pipa de contrabando. Y cuando llegó la festividad de la Epifanía de ese año, el muchacho con la cara manchada de negro de humo del hollín y el pañuelo del cuello tapándole media cara, como a un bandolero, ebrio del orgullo de un pueblo sojuzgado multisecularmente, vació un saco de carbón por la chimenea como premio a la falta de comprensión de unos padres que, en ese instante, y por la vertiente de la casa que daba a zona española traían sus regalos y se vieron sorprendidos por su hijo único enmascarado como un malhechor.
   La bolsita de caramelos para dejar de fumar y la revista de “Alcohólicos Anónimos”
- aquella forma amable de afear los vicios del cuñado francés-, se precipitaron a la calle por la sorpresa, junto a la cajita de carbón dulce con que sancionarían la conducta de su hijo aquel año, y el padre trató de aliviar la tensión sobre aquel tejado de zinc caliente:
   -Cualquiera diría, hijo, que eres el deshollinador de Mary Poppins- musitó, sonrojado, envuelto en su manto tornasolado a la luz de una luna de lobos, bajo su corona regia..Y la réplica del carbonero, que oteaba hacia ambos lados de la frontera, no se hizo esperar:
   -Sé quiénes sois. Sé dónde vivís. Sé dónde trabajáis. Sois mis padres. Estáis avisados.
   Y descolgándose por la chimenea francesa abandonó el hogar en dirección a Francia.
   Es lo que tienen estas casas vasco-navarras situadas en la misma raya franco-española: que, cuando alguien se ha malcriado creyendo en cuentos de hadas hasta bien entrada la madurez, y un buen día descarga su frustración carbonizando –como ocurrió una pascua después- la casa de los antepasados, los inconvenientes judiciales se multiplican incluso para establecer, a uno u otro lado, la propiedad del carbón de la improvisada carbonera.
                                                          
                                                                  II
                                          CONFLICTO DE COMPETENCIAS
                                       
   El caco –la cara bajo el antifaz- trepó hasta el balcón desde la barquilla de la escalera del servicio municipal dispuesta para retirar el alumbrado de las fiestas que tocaban a su fin. Constelaciones de frutas escarchadas, luz de estrellas extinguidas, cristal opaco, los armazones de la iluminación navideña. No había en la fachada asterisco rojo -y verde- que, como en otros balcones del vecindario, eximiera a sus moradores de la justiciera  visita del delincuente con disfraz de ángel exterminador. Tras el cristal, unos postigos abiertos como el escaparate de una juguetería a domicilio, espejeaban en el cuarto de la niña los envoltorios de celofán y el brillo fosforescente del couché y papel satinado de los regalos.
    No necesitó forzar las hojas de la puerta del balcón el intruso por estar entornadas.
Descargó el saco que arrastraba desde la tarde y, sin quitarse siquiera el pasamontañas -los agujeros de cuyos ojos producían el efecto de un antifaz blanco sobre la cara negra-,  se pimpló la copita de anís que los padres de la niña habían dejado para los pajes reales.    
Dejó la boina encima de la mesa y, antes de empezar la tarea, se encendió una pipa. Al olor del tabaco, Nieves, que soñaba con la visita de los Reyes Magos, se removió en la cama y creyó ver, entre una nube de humo del incendio portátil de la pipa, al carbonero que esa tarde había visto a la cola del séquito de sus Majestades, pugnando a trancas y barrancas  por no descolgarse de la comitiva, dobladillo embarrado del regio manto de la  cabalgata, cazcarria hecha cisco, tras el reluciente y charolado camión de bomberos de escalinata mecánica que oficiaba de coche escoba, bajo los triunfales arcos voltaicos, ensaimadas de frutas confitadas, con glaseado resplandor de epifanías. Disimuló, para que no se esfumase el ensueño, paralizada –casi parapléjica- por el terror al borrachín.
   Escamado por la sospechosa inmovilidad de la niña, el fumador empedernido volcó el saco de carbón en un rincón y, acto seguido, visto y no visto, arrampló con los regalos que, entre destellos de luz, se iba tragando con apetito de agujero negro la boca abierta del saco, con guiños a la niña, que seguía aquel operativo con los ojos entreabiertos de la duermevela. Y el hombre del saco se esfumó dejando un rastro de humo y carbonilla, no sin antes lanzar una hoja volandera en la que aparecía garrapateado este comunicado:
   Querido niño/a: si quieres los regalos, pídeselos a Olentzero, pues los Reyes Magos, figuras emblemáticas del imperialismo español de la fantasía, no existen. Si persistes en tu actitud, nos veremos obligados a partirte el chrisma. Es todo cuanto puedes hacer hoy día por Euskal Herria.
   Nieves saltó de la cama como un muñeco –perdón, una muñeca- de resorte detrás de sus juguetes y, oculta entre visillos, vio descender al saqueador, envuelto en la nebulosa de humo y cenizas de su cachimba, en la barquilla de aerostato de la escalera metálica del servicio municipal, bajo las gigantescas y herrumbrosas raspas de peces abisales del alumbrado salteadas de verrugas de pus verde y rojo mate y blanco sucio del amanecer.
    Y Nieves descubrió en aquel instante por qué en su corta vida nunca había recibido un solo regalo de los Reyes de Oriente en su fecha. Y supo, entonces, con la dolorosa lucidez de la verdad que los regalos atribuidos a Olentzero cada 25 de Diciembre eran fruto del expolio de la Mágica Noche de Reyes de la Navidad anterior, el botín de un duelo en la alta noche en que varias mitologías luchan por invadirse las competencias especialmente en el territorio mítico de la fantasía, regateándose el capital simbólico. Consecuentemente, descubrió el sentido práctico de la sentencia evangélica que reza “los últimos serán los primeros en el Reino de los cielos” y ha decidido aplicarse el cuento y ponerse al día. Por de pronto, y desde ese mismo día, se hace llamar Edurne.

                                                       III
                                       NEGOCIACIÓN DE PAZ
                                         (antes “Noche de paz”)

    El serial killer irreductible, condenado por el Tribunal Internacional de La Haya -por crímenes de guerra donde los haya- y excarcelado por las institución penitenciaria de su país ex profeso para el acuerdo de paz –por la paz un avemaría-, abordó la negociación con la vehemencia de una fiera enjaulada. Su antagonista –de “homólogo” lo calificó un comentarista político- observó durante los preliminares de la reunión esa imperturbable actitud del jugador de poker. No en balde su condición de juez del Tribunal Supremo le proporcionaba una pose de inescrutabilidad tal, que no movía ni un músculo de la cara.
   Excitado por la impasibilidad del representante del Estado, el espectral personaje de E.T.A. (Hoffmannn) se sentó en la mesa, exigió del interlocutor una réplica, suplicó una respuesta por el bien de ambas partes, anticipó él la contrarréplica y la contraargumentó, imploró la tabla de condiciones del armisticio –como una tabla de salvación- y guardó silencio. El terco mutismo del hombre nombrado por el Gobierno, su mirada orientada a un punto fijo, su indiferencia ante la creciente indignación del antiguo pistolero formado en la novela gótica, empujó al psicópata a plantearle el ultimátum: “quien calla otorga”.
   El juez, inmutable, no movió un solo dedo ante el documento que se le ofrecía para la firma, bajo los focos de la prensa –luz y taquígrafos-. Tan sólo un ligero movimiento de cabeza, que presagiaba su asentimiento, hizo suponer la aceptación del representante del ejecutivo. Ante él, el plumier como a la espera de que escogiera arma para un duelo. Su cabeza de orador, silente, se precipitó, como un busto desde una columna vertebral, ante el activista, con una ligera muesca en la sien apenas disimulada por el maquillador, que había intentado matarle el brillo. El ejecutor lamentó la obstinación de esas víctimas que prefieren perder la cabeza, morir por segunda vez, antes de dar el brazo a torcer. El juez se humillaba ante el verdugo llevándose, de nuevo, el placet a la cámara de hibernación.
La negociación quedó interrumpida indefinidamente. “Es una auténtica lástima”, sentenció un analista político partidario de la pacificación, “que la criogenización esté aún en pañales”.
                                       

Irurac Bat

 

 

 

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