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ISSN 1989-4163

NUMERO 18 - DICIEMBRE 2010

Al Ras

Luís Berastain

Su único ojo abierto está al ras del suelo. Sobre su pómulo se deslizan unas gotas rojas que todavía desprenden calor, bombeadas al ritmo del órgano con el que han perdido conexión.

Como si fuera el objetivo de una cámara de fotos el ojo enfoca, unos centímetros más allá, la suela de una bota con refuerzos plateados en los tacones y las puntas. Si pudiera girar su único ojo útil como si estuviera articulado, la vista ascendería por el caño de un tejano de un color indefiniblemente negruzco.

La vibración en el suelo le hizo comprender que la estaba insultando, pero le produjo más miedo pensar que no oía nada, ni una voz, ni un grito. Sólo el leve temblor. Intenta levantar la cabeza pero la leve descarga eléctrica que causa la tensión del cuello, produce un efecto similar en las piernas que tiene frente a sí, tensándolas, a la espera de un nuevo movimiento que justificara volver a ponerle la mano encima. Aguanta ese instante de rigidez mientras siente que una nueva gota roja recorre los centímetros que separan su ceja de la baldosa blanca de la cocina.

No puede recordar lo que pasó justo antes de ese momento, excepto que se encontraba frente al fregadero de la cocina, aclarando la espuma de unos vasos, cuando oyó un fuerte taconeo que se le acercaba por detrás. Al girarse se produjo una combinación de circunstancias por las cuales el dolor y el calor intenso y repentino de la mejilla se mezclan con el ruido del cristal roto al chocar contra el suelo, todo ello suspendido en el tiempo, al ralentí. Lo que le resultaba más familiar era el olor a grasa y humo de bar combinado con el de la cerveza que se escapa del cuerpo tras haber recorrido su interior; y de esa visión a la actual podría haber pasado un segundo o una eternidad, le resultaba imposible averiguarlo.

Desconocía las reglas de ese juego, pese a haberlo jugado muchas veces en lo últimos quince años. Ignoraba si debía seguir intentando alzar la cabeza, aunque el peso de la bota podía acabar presionando sobre ella. Movió las manos en busca de un extraño y misterioso sitio en el cual, al apoyarlas, sería capaz de ponerse en pie y seguir con lo suyo, pero no lo encontró. Sin embargo, a medida que las gotas seguían cayendo con la regularidad del segundero de un reloj, parte de la sangre siguió circulando por su cabeza y eso le ayudó a recordar. Y el recuerdo tensó todos sus músculos. Era necesario avisarle. Debía acercarse a su habitación e impedirle que saliera de allí. No podía verla en ese estado. Otra vez no.

El par de botas que remataban los tejanos se movieron un par de pasos como si pretendieran evitar que la luz y la esperanza cubriesen su cuerpo, y ese movimiento permitió alinearse la visión del único ojo útil con el espacio dejado entre ambas botas. Haciendo un esfuerzo por enfocar la vista, lo vió. Allí estaba.

Quince años de matrimonio, catorce años y seis meses de maternidad. Su peor error y su mayor triunfo. Infierno y cielo separados por esa fina línea, difusa e inasible, como la del horizonte cuando divide cielo y mar. Ambos ahora frente a ella, alineados, uno detrás del otro. El más próximo, con olor a humo, alcohol y sangre. El que estaba detrás, enmarcado por la uve invertida de las piernas separadas, inmóvil y rígido, mirando sin ver, o sin creer. El joven cerebro no ha juntado las fichas hasta hoy. Ruidos. Gritos. Golpes. Morados. Excusas. Piezas de un puzzle con poco sentido cuando están separadas, pero constituyen una foto fiel cuando las encajas una junto a la otra.

Quiso mover levemente la mano para decirle que se fuera de allí. Que no viera más. Sufría al pensar que esas otras lágrimas se mezclasen con las suyas, pero no podía permitir que sus gestos la delataran. Detestaba pensar en la posibilidad de que otra sangre se mezclase en el suelo con la propia. Sobre todo la sangre joven que un día fue suya y que ahora corre por otras venas, por otro cuerpo. Un cuerpo que inició un ligero movimiento, estirando el brazo despacio, en cuidadoso silencio, hasta asir el mango del cuchillo con tanta fuerza que parecía formar parte de su mano, como si fuera la misma extremidad. Las lágrimas salían del ojo útil, impidiendo que lo hiciera la voz por su garganta, en lo que hubiera sido un grito no para avisar al de las botas, sino para evitar que la joven mano se manchara también de sangre; inmóvil en el suelo vio el avance de su hijo hasta quedar prácticamente tapado por el hediondo cuerpo de su marido y, en ese momento, supo que todo había terminado para ella, para su hijo, y también para el cerdo.

Civilia 2º Premio 2008

Al ras

 

 

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