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ISSN 1989-4163

NUMERO 18 - DICIEMBRE 2010

¿Y si...?

Il Gatopando

Que “la banca siempre gana” es una máxima con la que nos familiarizamos desde niños a través de los juegos de azar, cuya validez se extiende al resto de nuestras vidas. La actual crisis económica –así se la califica pese a que a nadie se le escapa que engloba una profunda crisis de valores que no debe merecer la pena abordar si el objetivo es volver cuanto antes a la situación anterior, esa quimera- ha hecho buena la máxima, una vez más, en esta ocasión en su modalidad: “la banca nunca pierde”. A tal fin parece haberse creado una práctica consistente en privatizar las ganancias y socializar las pérdidas que parece haber sido aceptada por todos nosotros. “Si los bancos caen, caemos todos”, nos dicen. Y ya sabemos también en qué quedaron las supuestas alternativas al sistema capitalista.

La sociedad ha quedado inerme ante el actual estado de cosas. Hoy sabemos que el voto en una u otra dirección apenas cambia nada, aún menos las huelgas. Ni si quiera existe un debate razonado sobre qué es lo que nos ha traído hasta aquí. Sentimos sus consecuencias pero no hay manera de prever y anticipar lo que nos deparará el futuro. El cabreo se ventila ahora en la cacofonía de los foros de internet donde cualquier iniciativa o propuesta sensata se difumina tan pronto se presiona la tecla “enviar”, donde el sentido común y el improperio van de la mano, como ocurre en tantas cadenas de televisión.

Temerosos, resignados, o furiosos, asistimos a una debacle que se nos presenta como inexorable, mientras los dirigentes recurren, o estrujan, a la sociedad a fin de tapar cualquier boquete al precio que sea. ¿Qué puede hacer el común de los ciudadanos, al margen de aguantar el chaparrón propiciado, al parecer, por esa serie de fenómenos inaprehensibles que blanden los supuestos expertos: los activos tóxicos, la dimisión de la política, la dictadura de los mercados, la renuncia de la izquierda?…

Quizás el primer paso consista en preguntarse si se está dispuesto a asumir alguna responsabilidad en lo sucedido. Todos sabemos, por ejemplo, que fueron muchos los beneficiarios de la burbuja inmobiliaria. Y no, no me refiero sólo a promotores sin escrúpulos y a toda esa mafia que creció en torno al ladrillo. Muchos propietarios salivaban al constatar cómo crecía el precio de sus viviendas, aunque el mismo proceso sumiera en un régimen cuasi-feudal a aquella otra parte de la población –una gran mayoría de jóvenes, inmigrantes, las capas más humildes- que no disponían de una y aspiraban a obtenerla. La burbuja inmobiliaria se asentó en el beneficio –aunque ficticio- de los propietarios de viviendas. De otro modo, las medidas adoptadas no hubieran contado con el suficiente apoyo popular.

Tampoco estaría de más preguntarse adónde va a parar el dinero que depositamos en los bancos. Porque cuanto mayor es el interés que se nos ofrece, mayor es la presión del banco a la hora de invertirlo a fin de maximizar su dividendo. Se podría dar la paradoja de que los depósitos de muchos españoles, una vez reinvertidos por los bancos nacionales en fondos extranjeros, presionen hoy contra la deuda española y la unión monetaria europea y acaben por hacernos a todos –incluidos también los afectados- más pobres. No digamos ya quienes tienen invertido dinero en planes de pensiones privados. Es sabido que, por su volumen y agresividad, los movimientos de esta clase de fondos provocan temblores en los dirigentes de los países más expuestos. Se puede dar, por tanto, la paradoja de que el dinero invertido por los españoles de a pie con la idea de obtener un buen rendimiento acabe por provocar la quiebra de España haciéndonos a todos los españoles, sin excepción, mucho más pobres y débiles, al margen de la pérdida de soberanía que algo así supondría para el país.  Por todo ello no estaría de más averiguar qué se hace con el dinero que depositamos en los bancos. Porque el poder de estos reside en el capital que les confiamos. Alguien podría aventurar, por tanto, que nuestros mayores enemigos somos nosotros mismos mientras que, al concederles tanto poder, los bancos serían el instrumento elegido por todos nosotros para inflingirnos daño.

De ahí las iniciativas surgidas en los últimos tiempos destinadas a promover que los ciudadanos retiren un mismo día dinero de los bancos donde lo tienen depositado. La idea parece haber prendido una vez Eric Cantoná, el imprevisible exfutbolista francés, consiguió ponerle luz y taquígrafos al hacerla suya. Algunos han criticado que sea un supuesto millonario quien se ha erigido en el estandarte de semejante iniciativa, como si la condición del mensajero tuviera más peso que la propuesta en sí. Quién sabe, a lo mejor podía ser un instrumento efectivo con el que dar un toque de atención a los bancos, recordarles que su poder reside en la confianza que los ciudadanos hemos depositado en ellos. Un recordatorio de que si no lo administran bien –como efectivamente parece que ha sucedido- les puede ser retirado. Podía así mismo servir para impulsar una toma de conciencia colectiva al margen de los poderes establecidos, eso tan difícil. Porque si algo parece claro a estas alturas es que la solución a nuestros problemas no va a venir de los políticos que elegimos, ni de la casta empresarial o financiera española, aún menos de los máximos responsables de los temidos e implacables mercados. O nos salvamos nosotros mismos, o no nos salvará nadie. Es por ello que, tal y como promueve la iniciativa apadrinada por Cantoná, el día 7 de diciembre me acercaré al banco para sacar una cantidad de dinero. Porque quiero creer que es posible hacer algo. Porque es mi forma de entender el patriotismo. Por eso y porque me resistiré cuanto pueda a aceptar la palabra inexorable en mi diccionario.

¿Y si...?

 

 

 

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