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ISSN 1989-4163

NUMERO 72 - ABRIL 2016

La Trilogía del Dolor

Ramón Asquerino

Título: De este pan y de esta guerra. Autor: Jesús Zomeño. Ediciones Contrabando. 2016. 160 páginas. 14€

     

La música estremada: Luis de León

Jesús Zomeño al texto en el oído y Miracoloso al negro de los ojos: De este pan y de esta guerra, (1916), Valencia: contrabando, 2016,  (Navarra, 2016), 155 páginas, para la música extremada  de los lectores.

El libro consta de tres partes: Un [Prólogo] de extraordinario título, que subraya el gusto por el coleccionismo del autor y comprueba el detallismo de lupa en la escritura de Jesús, y una cochura contextual en su punto que hornea los textos desde su concepción a la composición final. Juan Lozano Felices, a quien el autor dedica Una ciudad en la India, recorre la trilogía desde Cerillas mojadas, 2012, Piedras negras de 2014 hasta este tercero. Después, brevísima Nota preliminar del propio Zomeño sobre el proceso de inclusión y trasvase de sus narraciones. Y una tercera, como una trilogía más, el corpus, de 18 narraciones desiguales en extensión: la más larga, Mirando al cielo, parece un escenario a veinte voces y un epílogo de duda «entre dar tregua al carguero ruso o lanzarle dos torpedos a estribor». Todos los textos conforman un tejido, áspero de sensaciones, entrelazado por 11 ilustraciones de Miracoloso, siendo la última un espléndido resumen con esas figuras expresionistas, pinturas negras, que representa a dos compañeros anónimos, con máscaras antigás, el uno ayudando al otro a mal morir, y cuyas manos exhortan la piedad del dolor: en el fondo se aprecia la soledad inane de la destrucción, del vacío. Es la «más Munch» de todas y correspondería casi a la recensión de las 18 narraciones: la trilogía sobre el dolor: el espacio en silencio, anónimo y mortal, la destrucción rota y perpleja de esos despojos humanos, ayudando más a la música estremada de la guerra.

El narrador deja la primera persona para dar una cuasi vida, por embadurnada de muerte, a sus personajes, que se desmadejan de dolor y hambre, de frío entre espinas de alambradas, con deseos como cadencias sordas en lenguas de maldiciones. Personajes que rebuscan en su pasado los restos del recuerdo del sexo ya perdido, hablando en París, Londres, Helsinki, India, Dublín, Verdún, o Moscú con el traqueteo de Rimbaud (el bendito poeta ‘maldito’, como la guerra, deshojando Las flores del mal de Baudelaire), sonando este en estructura también tripartita. Personas que sucumben entre hambre de naranjas y piel suave de una caricia, tersa, o por un celulítico recuerdo, híspido; también por el queso y el insoportable hedor de la sangre dentro, presta a salir por las heridas de un cuerpo atenazado por el grito, por la vena que explota ante los ojos del lector, y nos contrae de desesperanza, de miedo y ausencias en el borde mismo de la comunión con la nada. Noches en donde no brillan las estrellas más que las de los oficiales que apagan su miedo con las cerillas mojadas de las órdenes hacia el matadero, y que son el eco en el sargento a voces en las puntas de las bayonetas caladas de lluvia. Es el naturalismo desgarrador zoliano de la oscuridad ante el segundo instante del ataque, y  el desvelo que se adivina en el agotamiento por seguir vivo, descarnado, en las calles de una Florencia,  Camisa blanca, que coexiste en el mapa susurrado de los tres amigos, y que se abre con un Miguel Ángel que intimida hasta al miedo a la Belleza, pues llega el alistamiento. Pero la belleza se inviste de lírica en las 155 páginas. Florencia está tan atenta al pasado del Renacimiento del David o a su origen de Fra Angelico como todos los personajes: porque no les queda nada más que esa inútil época del verbo, aunque sí la palabra creadora, como granada que nos estalla. Y nos renace. Son también los prisioneros que mueren antes de que los fusilen bajo esa lluvia a borbotones que moja hasta los húmeros de los recuerdos más apacibles de la tranquilidad antes de 1914, sin conciencia,  que sin ella «no hay historia», al decir de Unamuno. Todo lleno de ángeles caídos sin sombra, enfermos a los que no se les encontrará «en sus tripas nada que vaciar en las sábanas»: El ángel caído.

Y estos personajes, como los de la ilustración última de Miracoloso, solo tienen conciencia de que pueden pensar en el instante, que no hay más minuto más allá de ese segundo que los encubre de muerte inútil, con chillidos de ratas, que son humanos gritos de agonía, ante el temblor de las trincheras, veinte meses en el frente y un disparo en la frente.

Supura un lenguaje que cala el ánimo del lector, que lo despedaza a la vez que lee el sonido error de la guerra, el tremendo horror de no sentir ya más que un simple abrazo de una mano amputada, o el silbido imperecedero de una bala --¿perdida?: no-- que busca un trozo de carne que comer de cena en esta amplia noche desasosegada que es la guerra. Un lenguaje que se arrastra por el barro del frío y el lloro, que se levanta hasta un cielo que no existe nada más que para chillar bombas o alaridos, fervores por un cuerpo de mujer que ya se fue, tan borrado está ya el tiempo de tanta guerra, de tanta primera línea, de tanta hebilla que hay que apretar más contra el hambre, contra el deseo de esos muslos entre aquel nombre de novia que revive en angustias. Recuerdos que manchan camisas y zapatos, botas y encías, dientes de oro viejo convertidos en despojos, en ruinas, en un desalentador aliento que ya no se sirve ni en una tacita de café, porque el único calor que hay es el humo visible de las bombas, entre la niebla del Transiberiano cuyo vaho de un beso no alcanzará nunca la boca abierta de estupor de aquella joven de la que un día, como todos, nos enamoramos ahora en 1916, para nada, para morir entre la niebla, sin que las caras, con máscaras antigás de dolor y plomo, de recuerdos y besos, sirvan para que entre sus páginas, incómodos los ojos por el espacio sin pan y guerra, el lector se siente, cómodos los brazos,  a pelar en paz una naranja, corte un trozo de queso, y respire el aire sereno de una espléndida lectura: su música estremada, que espera una novela.

            Elijo el relato La escalera como paradigma de este (1916), que es el subtítulo de esta nueva colección de narraciones de Zomeño, fecha que coincidió con el año del III Centenario de la muerte de Cervantes, pero que no se celebró ese primer homenaje oficial en nuestro país precisamente por respeto al dolor de la guerra. Hallamos, decía, en los escalones de sus seis páginas, 97-102, casi todos los elementos que configuran De este pan… : una construcción en paralelo entre el narrador anónimo en primera persona, normalmente, como aquí, en  pasado, y algunos otros personajes, en este caso el siempre en vela Markus, sin dientes, sin dormir (casi todos se definen con el “sin”, la escasez absoluta), mirando con odio el agua hirviendo sola como su única compañía, e imaginando (otro de los caracteres del libro, la gran imaginación de Jesús) en sus burbujas a los enemigos a los que aplasta con una cuchara, y el señalado carnicero Heinke quien, por orden de su padre, fabricó embutidos con las propias entrañas del ya fallecido progenitor, muy a lo Buscón, por cierto. Mientras, el protagonista y narrador, en siete días de permiso, sube y baja las escaleras como símbolo de lo que es el vivir: bajar como recuerdo, hacia las trincheras de esos otros dos personajes, y ver a su familia con los ojos del espanto de la guerra. Pero también subir, ahora que: ¿ascender a cuánto precio y, sobre todo, adónde? Así que mantiene entre sus ojos un muerto deshaciéndose bajo el barro y su último resplandor en una colilla: en eso se ha convertido el “ser humano”, en un anónimo restregando su pobre desexistir sin un nombre que llevarse a los labios ni de un cigarro, lento, como la propia muerte, apagados.

Paralelamente también, esta espléndida frase que arranca de cuajo al tiempo de la misma piel: «Me alisté en el 16 y entonces comenzó a llover. Bajamos del tren y nos ordenaron esperar. Algunos sacaron sus relojes de bolsillo para arrancarles las agujas» y entona entonces la tanta lírica del libro. La verdadera desesperación ante la lluvia, el combate, el miedo. Todo eso sí, pero y, más aún, el escalofrío ante ese tiempo que hiere con sus agujas de bayonetas y se hace el muerto, otro más en la contienda, negra, como el pan de cada día en ese 1916: la música de la lírica estremada de la poética del desaliento: la trilogía del dolor.

 

 

De este pan y de esta guerra

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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