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ISSN 1989-4163

NUMERO 62 - ABRIL 2015

El Silencio que Hay entre cada Latido

Pepe Pereza

 

Hay días malos, como hoy, que tengo que cerciorarme de que sigo aquí, respirando. Para ello necesito poner la mano en el pecho y sentir los latidos del corazón. Solo así puedo estar seguro de que estoy vivo. Me lo repito una y otra vez: Estás vivo, estás vivo, estás vivo, lo demás no importa… Un claxon me trae de vuelta de mis pensamientos. Por el retrovisor de la izquierda veo que un tipo asoma la cabeza por la ventanilla de su coche.

- Espabila, capullo, que está en verde.

Suelto el embrague, piso el acelerador y me uno al tráfico. Hace frío. No sé dónde leí que los consumidores habituales de hachís tienen la temperatura más baja que el resto de las personas, quizás por eso siempre llevo los pies helados. Subo la calefacción y me enciendo un cigarro. A esta hora el tránsito de vehículos está en pleno apogeo y hay que andarse con mil ojos, sobre todo en las rotondas, donde todo el mundo se olvida de usar los intermitentes. El día está gris y no creo que tarde en llover. Los nubarrones que cubren el cielo son una prueba fehaciente de que llevo razón. Después de dar varias vueltas encuentro un sitio libre. Aparco y salgo del coche para hacer el resto del camino a pie. Joder, hace un frío helador. Me subo el cuello el abrigo y acelero el paso. Llaman al móvil. Es la mujer con la que estoy citado.

- Llevo aquí desde hace quince minutos.

- Estoy llegando.

- No me gusta que me hagan esperar.

- Lo siento, es que no encontraba aparcamiento.

- Tampoco me hacen gracia las excusas.

Cuelga. La tipa se ha mosqueado. Ahora todo será más difícil. Llevo dos meses sin catar una comisión. Si pierdo esta venta estoy jodido. Echo a correr.

Llego al lugar de la cita sin aire en los pulmones. Ella aguarda junto a la puerta de la propiedad que tenemos en venta. Se ve a la legua que está enfadada por la espera. Me disculpo mientras trato de recuperar el aliento. Lo peor viene cuando meto la mano en el bolsillo en busca de las llaves de la casa y me doy cuenta de que las he olvidado en la guantera del coche. No me queda más remedio que rogarle que me espere unos minutos más. Le sugiero que lo haga en la cafetería de la esquina. Veo en su cara el cabreo que le causa mi incompetencia. Para colmo se pone a llover.

Regreso a la cafetería empapado hasta los huesos. No encuentro a la mujer por ningún lado. Pregunto al camarero. Me dice que hace un momento ha pasado un taxi a recogerla. Maldita sea. Otra venta perdida. En la agencia me van a colgar. Ya no puedo hacer nada, así que aprovechando que estoy aquí le pido al barman un lingotazo de algo fuerte. Con el alcohol en el cuerpo me siento mejor. Quiero pedir otra ronda, pero de pronto me entran unas ganas enormes de cagar. Me acerco a los servicios. Están ocupados. Joder, necesito evacuar urgentemente. Se me ocurre hacerlo en la casa que tenemos en venta. Ahí no me molestara nadie.

La vivienda consta de dos plantas y una pequeña piscina en el jardín trasero. En la planta baja están el salón, la cocina y uno de los baños. En la de arriba se encuentran los dormitorios y el baño principal. Es la típica finca que compran los aspirantes a millonarios pero que aún no lo son. En ninguno de los baños hay papel higiénico, menos mal que guardo un paquete de pañuelos de papel. Me siento en la taza y dejo a los intestinos a su libre albedrío. A mitad del vaciamiento: ?????? ?????? ?????? El que llama es Gonzalo, mi jefe.

- ¿Qué pasa, Gonzalo?

- Dímelo tú.

- ¿A qué te refieres?

- Me acaba de llamar tu clienta para decirme que la has dejado tirada en una cafetería.

- No sé qué te habrá contado esa zorra pero la cosa no ha sido así.

- Me da igual cómo haya sido. El caso es que me tienes hasta los cojones y no estoy dispuesto a pasarte ni una más. O te pones las pilas o te vas a la puta calle. ¿Me has entendido?

- Perfectamente.

- A ver si es verdad.

Cuelga. El cabrón me tiene ganas desde hace tiempo y seguro que se lo cuenta a los mandamases. Estoy acabado. Me limpio con los pañuelos de papel y tiro de la cadena. Para mi desgracia no hay agua. Joder, el día ya es suficientemente malo para que encima ocurra esto. Observo el zurullo flotando en el retrete. Me dan ganas de llorar. Me subo los pantalones y salgo del baño. Necesito un respiro. Subo la persiana del ventanal del salón. A través del cristal veo cómo las gotas de lluvia golpean contra las hojas secas que flotan en la piscina. Mira por dónde tengo la solución delante de mis narices. Busco un cubo por la casa. Lo encuentro en la cocina. Salgo al jardín. Lleno el cubo con el agua de la piscina y cargo con él hasta el cuarto de baño. El zurullo sigue flotando dentro de la taza, desafiante y altivo. Vierto el agua encima y hago que desparezca de la vista. Después de esto me siento mejor. Viene bien una pequeña victoria en un día plagado de fracasos. Me siento en las escaleras a fumar. La casa carece de muebles y es el único sitio donde puedo acomodarme. Mientras fumo me palpo el pecho. Pom-pom (silencio) Pom-pom (silencio) Pom-pom (silencio) Pom-pom. Si los latidos del corazón son vida, el silencio que hay en medio por fuerza debe de ser la muerte. Porque ¿qué pasa si el silencio se prolonga? Uno se muere. Por consiguiente ese breve silencio es la propia muerte suspendida entre un pálpito y el siguiente. Tengo miedo de este pensamiento. De pronto escucho un ruido seco: PLOW. Bajo al salón para ver qué ha pasado. En el ventanal hay restos de sangre que chorrean mezclados con la lluvia. Fuera un pequeño búho revolotea en el césped. El pobre bicho se ha estrellado contra el cristal y ha quedado malherido. Salgo al jardín y me acerco a él. El mochuelo mueve las alas en un intento desesperado por echar a volar, pero está lisiado y le es imposible remontar el vuelo. Lo recojo con mucho cuidado. Sus plumas están mojadas, aun así puedo sentir el calor que desprende su cuerpo. Entro en la casa con él entre las manos. Mi imagen se reflejada en sus grandes ojos. Sé que está asustado y dolorido. Intento tranquilizarlo acariciándolo suavemente. En un momento dado deja de respirar y muere. De no haber subido la persiana del salón seguramente el búho no habría chocado contra el cristal y ahora seguiría vivo. Yo tengo la culpa de su muerte. Llegar a esta conclusión me deja hecho polvo.

Entro en la misma cafetería que he estado antes y pido algo fuerte. Me lo bebo de un trago y pido más.

- Mal día.

- Malo no, lo siguiente.

- Tómeselo con calma.

No sé si el camarero se refiere a la bebida o a la vida en general.

Conduzco de regreso a casa. Sigue lloviendo a mares. Me detengo frente a un paso de cebra para ceder el paso a un tipo disfrazado de oso de peluche. De su cuello cuelga un cartel que dice: SE REGALAN ABRAZOS. En un principio siento lástima por él ya que a nadie le gusta estar bajo la lluvia vestido como un fantoche. No obstante, ahora que lo pienso un abrazo me sentaría de maravilla. Seguro que me levantaría el ánimo.

Llego a las inmediaciones de mi piso y busco aparcamiento. Como era de prever no hay ninguno. Tengo que alejarme varias manzanas para encontrarlo.

Entro en casa calado hasta los huesos. Marta me recibe con la misma indiferencia de siempre. Me acerco a ella y le pido que me abrace. Se aparta de mí alegando que me apesta el aliento. De seguido va a refugiarse a la cocina. Me siento en el sofá, me llevo la mano al pecho y después de notar los latidos del corazón me digo: Estás vivo, lo demás no importa.

 

 

 

 

Pepe Pereza

 

 

 

 

 

 

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