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ISSN 1989-4163

NUMERO 62 - ABRIL 2015

George

Paco Piquer

 

Sueño que soy rico. Un rico americano de verdad. No como esos petimetres de ahora que se engominan el pelo y tienen un yate y dos queridas. Un rico como debe ser. Como los protagonistas de aquellas películas antiguas que veíamos, sudando, en el gallinero del cine de barrio donde, por unas perras, te echaban un programa doble todos los lunes de verano.

A mí me gustaban las de baile y las francesas, de Napoleón. Porque en las primeras se podía ver alguna pierna de mujer y en las otras, ¡bueno, las otras!, las “emperadoras” llevaban unos vestidos con unos escotes muy raros que les apretaban así, como hacia arriba, y las tetas casi se les salían. Había poca ración de carne en aquellos tiempos. ¡Ah! Y las de ricos, que es lo que hoy estoy soñando.

Iban siempre de esmoquin, con una bufanda blanca y un abrigo negro.

- ¡A casa, George!- decían cuando salían de la oficina (donde no hacían sino hablar por teléfono y llamar a su secretaria) y se montaban en el coche.

El chófer se llamaba George y hablaba poco. No podía llamarse de otro modo. ¿Puedes imaginarte lo raro que sonaría “¡A casa, Peter! o “¡A casa, Francis”? No. El chofer debía de llamarse George.

Yo creo que si no se llamaban así, los ricos les cambiaban el nombre al contratarlos.

- Desde ahora te llamarás George – les decían.

George les abría la puerta del coche al llegar a casa.

Las casas de los ricos americanos de las películas eran siempre blancas y estaban en un jardín, y tenían dos columnas y una pequeña escalinata en la puerta principal.

Nada más entrar, el mayordomo les recogía el sombrero, la bufanda blanca y el abrigo negro y les entregaba el correo en una bandeja de plata.

Del piso superior descendía la esposa, dándoles la bienvenida desde lo alto de la escalera, sin darse cuenta de lo cabreados que venían. Cosas de acciones y dividendos y todo eso de los millonarios.

James era el nombre del mayordomo, que les servía el martini seco y les daba el periódico.

- ¿Qué tal el día, señor? – le preguntaban.

- Horroroso, James. ¡Horroroso! – contestaba indefectiblemente el millonario mientras se acomodaba en su butaca preferida de la biblioteca y encendían un habano. Dos elementos, estos, esenciales en la vida de cualquier rico que se preciase. La biblioteca repleta de lujosos tomos encuadernados en piel y el puro.

El humo del puro servía para que no les descubriesen las ideas cuando se sentaban a pensar cómo ganar más dinero. Simulaban fumar y, en realidad, lo que hacían era maquinar cómo incrementar sus beneficios.

Apurado el martini, leído el periódico y apagado el veguero, el millonario se sentaba a cenar en una mesa larga, donde una criada con cofia le servía sopa de una enorme sopera blanca y donde discutía con su mujer sobre su hija díscola. Todos los millonarios tenían una hija díscola con un novio tonto y rico como ella, que estudiaba en Harvard o en Yale. Sonaban tan bien en sus bocas aquellos nombres. Con su hache aspirada… “Jaaarvaard” o su increíble diptongo “Yeeeiiil”.

Terminada la cena, el rico americano regresaba a la biblioteca, donde tomaba un brandy a pequeños sorbos.

Algunas tardes, solía ir al club a leer el periódico en paz o jugaba al golf con otros millonarios. ¡Qué vida!

Mi sueño de ser rico se repite últimamente con una deliciosa cadencia y casi me siento a gusto arrebujado en las cajas de cartón donde duermo mis delirios de grandeza.

Hasta que George, el vigilante, me desaloja de mi incómodo hogar de cartón en los soportales del banco.

Si. También se llama George el hijoputa del guarda que me despierta todos los días antes de que lleguen los automóviles negros del poder.

Aunque a mí me daría lo mismo que se llamase Peter.

O Francis.

 

 

 

George

 

 

 

 

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