Era un Día Gris y Lluvioso
Francisco Manzo-Robledo
Era un día gris y lluvioso, uno de ésos en los que las cosas ocurren sin que nadie se pregunte por qué, en los que todo mundo, confiadamente, piensa que el destino nos hace los muéganos por docena. Es decir: que la vida es una línea recta y que todos los puntos son idénticos, el hoy, el ayer, el mañana: la misma soberana boñiga de todos los días.
La noche anterior, mientras manejaba su carro, un Mustang 74, por la I-10 a 75 mph., había escuchado un ruido extraño que parecía provenir de una de las llantas delanteras, la de su lado. Por el momento no le prestó mayor atención ya que sus llantas eran nuevas, de las buenas (que eran anunciadas en la tele por una mujer escultural semidesnuda, mujer, mujer divina , pero que no estaba incluida en el precio), de las llantas que vaciaban dos baldes de agua a cada vuelta sin mojarse: la lluvia no les hacía ni cosquillas en los threads , zarpas de tigre ¾ acero peinado que ni Supermán que es tan chiludo las podría dañar ¾ así se dijo a sí mismo siguiendo con el habito de hablar en el vacío.
Cuando llegó a su casa, casi 9 millas más tarde, ni tardo ni perezoso, se tiró al suelo como iguana en celo: dio una ojeada minuciosa a las llantas sin descubrir nada extraño o fuera de lugar; el pedal del freno, aunque un poco flojo, parecía estar en aceptables condiciones. Hacía solamente cuatro años lo había cambiado y no había por qué dudar que no lo hubiera estado ¾ esos del Midas cobraron como por otro carro nuevo cuando lo arreglaron, además los gringos, son muy serios, nunca hacen mal las cosas ¾ se dijo casi a lo pendejo.
Entró a su casa, Fido le movió la cola tres veces sin levantar la cabeza más allá de la altura de sus zapatos, y como también era la costumbre del holgazán canino, regresó a su estado horizontal sin prestar mayor atención al recién llegado. Su dueño, triste criatura de la noche, agradeció que no lo hubiera meado como mañosamente lo había hecho aquel chihuahueño durante un cuatro de julio entre las estrofas del joosecanyousee . En ese momento Luís se dio cuenta cabal de su soledad, suficiente para hacer llorar a todos los de su barrio o por lo menos a su vecina para que se compadeciera de él en los lapsos de hipertermia sexual: ¡Que va! ésa ni por lástima lo volteaba a ver. Esta soledad ya era también rutina, pero no por eso dejaba de partirle el alma. La tradición se repetía todos los días: por la mañana salía sin que nadie lo despidiera y por la noche regresaba sin que nadie lo esperara. Se sentía peor que el Capitán Garfio cuando en lugar de engancharse al puto de Peter Pan , resultó ser cogido por el cocodrilo. Como todos los días, tendría que cenar solo otra vez, mirando por la televisión como Letterman hacía el ridículo para que su programa obtuviera un mejor ratting. Al menos al Fido lo llevaban dos veces por semana a visitas amorosas, y los dueños de las perras pagaban por el intercambio de fluidos. Él en cambio, no recordaba la última vez que se había empiernado. ¾ Pinche Fido picador ¾ le dijo casi en susurro; el Fido ni los dientes peló.
A la mañana siguiente, como todas las de entre semana, Luís se levantó a las cinco de la mañana para salir al trabajo exactamente media hora después, ya acicalado lo suficiente para que en su oficina Joyce le dijera con voz de flautín desafinado, que You are the best dressed in the office, and the tie goes well with all of you . Joyce no cantaba mal las rancheras, o sea que estaba en su punto; Luisin no podía, aunque quería, y vaya que retequería, echarle los canes, cantarle la de me trais derrapando corazón y bofe , y luego lo que siguiera: tirarse a la perdición mutua de líquidos entre los vasos comunicantes. El penco de Luigi era demasiado correcto para tirarse unos mechones de canas al aire con la primera que le abriera las puertas de la sonrisa vertical. Ella también estaba casada, lo cual, lo había dicho claramente, a ella no le causaba ninguna mella en la conciencia, más allá de que su marido pudiera atraparla con las manos y lo demás en donde no debía. Pero Luiziño, no era de ésos de la calle; siempre le había sido fiel a su media naranjiña do nacimento (a veces se sentía brazileiro el cabrón de Luis), no importaba que no hubiera de piña, aunque le diera corajiño. Salió de su casa mirando el cielo cargado de un gris negruzco, deseando regresar a la cama y al calor de su esposa aunque ésta ni cuenta se diera de su proximidad ni de sus urgencias. La lluvia no dejaba de caer con monotonía ¾ El Niño seguía causando estragos como si fuera El Hombre ¾ como diciendo que continuaría todo el puto día. Por otro lado, ese día podía llover todo lo que al cielo le diera su chingada gana, él sabía que tendría que estar metido en la oficina durante su turno completo hasta muy pasadas las cinco de la tarde. “El tiempo vuela cuando no tienes preocupación”, pensó sin saber a qué venía ese auto-comentario que rebotaba dentro de su auto, uno de los muchos [comentarios] que salían como telegramas cursis, entreverándose con las notas de los rocks de los 60 de la estación de radio citadina y de los comentarios sin fondo de los dos locutores con voz aterciopelada que anunciaban el concurso matutino de Be caller number seven and guess who has more per square inch in the United States, and you'll win a trip for two to Las Vegas! En ese momento se encontraba ya próximo a la carretera I-10, que a la distancia se veía congestionada por los carros madrugadores: luces blanco-amarillentas de un lado, gusano de luces rojas el otro: “...los mismos de cada mañana. ¡Buenos días compañeros, qué gusto de verlos otra vez! ¡Unámonos para pedorrear la atmósfera phoenixiana . Todos al unísono a la de tres: uno, dos, tres, purrundum: apretada cabrona de acelerador!”, volvió a pensar muy largo casi tratando de gritarlo a todos los vientos y de cara contra la persistente lluvia que empezaba a causar problemas de visibilidad. Con paciencia de camello prieto azabache (una combinación méxico-arábiga), formó parte de la caravana que intentaba entrar a la autopista y sumarse al monstruo mecánico de las horas pico. Vio los anuncios luminosos de los hoteles de cinco estrellas que abrían gustosos sus puertas a quien pudiera pagar los $125 dólares por noche, aunque no se quedaran toda la vigilia, como por ejemplo su cuate George y su nueva secretaria que en dos patadas terminaban y ya ¾ ¡pendejos desperdiciados! ¿Qué no saben que en el Africa hay tanta gente sin hotel y lo tienen que hacer entre los árboles y colgados de las lianas como lo hacía Tarzán? ¾ otra vez la burra al trigo. Más allá el anuncio blanco y rojo del refresco de las multitudes, conquistadora de tercermundistas de donde provenía la blanca sin hielo y más cara, y más acá el doble arco dorado en forma de M y que gracias al TLC (Tratado de Libre Comercio) le dio en la madre a los tacos de sesos que vendían allá en el D.F., por Perisur, cerca del Canal 13 ; “paraíso del capital…”, pensó, terminando su observación matinal.
Ya en la autopista, peleó polvera a polvera, como buen taxista defeño que había sido, por un lugar en la tripa mecánica. El carro en turno, delante del suyo, era del estado de Michigan: un enorme y dorado tragalón de gasolina, Cadillac debía de ser. LAKES, se podía leer en la placa.—Ha de ser un snowbird (pájaro migratorio volando al sur en busca de calor)—se dijo sin preocuparse por traducirlo. Le espantaban esos visithabitantes . Si él fuera la autoridad, les construía una pista especial para ellos solos, para que no estorbaran el tráfico de los que sí necesitan estar en algún lado a cierta hora. —Pero basta con verlos una sola vez: ¡no tienen prisa ni de ir a cagar! ¡Para ellos todo es un largo rito que tienen que vivir a plenitud, como si la jubilación les hubiera dado el perfecto derecho a jorobarles la vida a todos los que todavía tenemos que checar tarjeta y cagar de prisa! Viven como si fuera el último minuto que les queda—. Su cantaleta era rutinaria, no perdía motivo para iniciarla solo o acompañado, a grito abierto o en el pensamiento. —Les vale madre...— dijo sin terminar la frase. Trató de frenar, dándose cuenta de que iba demasiado cerca del ave en Cadillac . Presionó el pedal por tercera y cuarta vez sin que los frenos respondieran; intentó “bombearlos” en lo que parecía que duraba un segundo. Fue infructuoso. En ese momento las luces rojas traseras del carro michigano frente al suyo se intensificaron hasta un rojo granada brillante, avisándole que era imperativo que frenara o se quebraba el hocico; a esto, Luisote respondió con un movimiento brusco tratando de jalar de la palanca del freno de mano: todo inútil. El casi tieso de Luigi vio cómo todo parecía quedarse atrás después de un tremebundo y desconcertante ruido. En el acto, él se veía volando, dejando abajo los cientos de carros que, trabajosamente y a vuelta de rueda, trataban de alejarse del sitio aquél.
Se sentía muy bien ¾ 'abrón, qué bien me siento ¾ creyó pensar, ya sin frío; el agua de la lluvia no le molestaba más. Miró su reloj que le decía que, a pesar de todo, llegaría temprano a su destino, más temprano de lo que nunca se imaginó, quizá siete largos y distantes minutos o más. ¿Qué haría con tanto tiempo de sobra? Miro hacia abajo: todos los compañeros del matinal calvario y pedorrera, cada vez más distantes, se habían quedado atorados, menos él.