AGITADORAS

PORTADA

AGITANDO

CONTACTO

NOSOTROS

     

ISSN 1989-4163

NUMERO 62 - ABRIL 2015

Una Cama en un Aeropuerto

Agustín Fernández Mallo

 

La pasada semana estuve de viaje, cosas de conferencias. Concretamente, fui a Barcelona. A los alumnos del Ateneu, y a los de la Universidad Pompeu Fabra, y a los de IES Abroad Barcelona les hablé acerca de aquello para lo se me había requerido: cómo he escrito mis libros, más bien mis novelas, el porqué de tal o cual detalle narrativo, etc. Nada de eso tiene un porqué, lo sé, pero vas hilando cosas sobre la marcha y lo sorprendente es que al final todas son ciertas. Llovía mucho en Barcelona, muchísimo. No había llevado paraguas pero sí un par de libros para pasar las horas de aeropuerto, tránsitos en metro y otros tiempos muertos. El ensayo Mierda y catástrofe (síndromes culturales del arte contemporáneo) , de Fernando Castro Flórez, profesor de Estética y Teoría del Arte en la UAM, editado por Fórcola, que metí en la bolsa porque además de ser un texto creativo, interesante y ameno, quería recordar un par de detalles que creí me serían de utilidad –como así fue- para un ensayo que estoy escribiendo.

mierda-y-catastrofe-

El otro libro fue El arte de la fuga , recién editado por Periférica, textos en prosa del poeta Vicente Valero, quien nos habla de tres episodios singulares que marcaron la vida de San Juan de la Cruz, Hölderlin y Fernando Pessoa; como es bien sabido, la mirada de Valero es garantía total de un acercamiento oblicuo y minucioso a la realidad.

Tras las citadas conferencias y quedarme dos días más en la ciudad para ver a amigos y hacer gestiones varias, tomé el avión de regreso. Como es mi costumbre desde que el espacio en los asientos de Vueling es tan escaso, pedí asiento de pasillo; de este modo puedo estirar las piernas, aunque siempre existe el riesgo de las involuntarias zancadillas (ya me ocurrió una vez, una mujer se cayó al suelo; un bochorno) Nada más despegar abrí El arte de la fuga , del cual no había leído una sola línea, y no tardé en seguir con interés lo que el autor nos cuenta de San Juan de la Cruz. El viaje Barcelona-Palma de Mallorca es ridículamente corto, unos 20 minutos, el avión asciende y cuando alcanza el punto de altura máxima comienza a bajar, así que ni tan siquiera pude terminar ese primer capítulo, pero mientras el avión descendía se me apareció una idea, mejor dicho, un deseo: no salir de la terminal del aeropuerto de destino hasta terminar de leer el libro. Deseo que creció sin atisbo de disparate, como algo natural, insertado en una inverosímil rutina. Nada más tomar tierra llamé a mi casa. La conversación fue, más o menos, esta:

-Oye, que me quedo a dormir en el aeropuerto

-¿Cómo, aquí en Palma?

-Sí, me quedo aquí dentro, en la terminal.

-¿Te has vuelto loco?

-No, quiero leer el libro de Vicente Valero, siento esa necesidad, creo que no hay mejor sitio que éste para leerlo.

-¿Y cuando te entre el sueño, qué harás?

-No pretendo dormir, sino leer ese libro. Si por cualquier motivo me entrara el sueño, hay unos bancos acolchados, parecen sofás, esos de color rojo, donde este verano, cuando viajamos a Francia, desayunamos antes de coger el avión, ¿te acuerdas?

-Ah, sí, donde desayunaste una hamburguesa. Qué animal.

-Eso es. Aunque el restaurante cierre a las 12 de la noche, los bancos rojos están más acá de su puerta, podría tumbarme si me entrase el sueño, cosa que no creo que ocurra.

-Bueno, cuídate.

-Así haré.

Tras cenar un sándwich, café con leche y un pastel, di unas cuantas vueltas por la terminal; la conozco de memoria pero me apetecía estirar las piernas. Después me senté en el banco rojo, más cómodo de lo que lo recordaba, tomé una posición adecuada y abrí el libro por la página donde lo había dejado. No me di cuenta de que las luces se iban apagando, tampoco de que los empleados de las cafeterías desfilaban ante mí camino de sus casas, tampoco me di cuenta de que los golpes de voz de megafonía se espaciaban cada vez más. A eso de la una de la madrugada mi cabeza se hallaba ya totalmente sintonizada con el cuerpo invadido de pústulas y llagas de San Juan de la Cruz. A las 2 de la madrugada dialogaba con Hölderlin acerca de la quimérica aventura que le había llevado a atravesar Francia a pie como si de un vagabundo se tratara. A las 3 de la madrugada leí con toda la atención que mis ojos, ya cansados, me lo permitieron el modo en que la noche del 8 de marzo de 1914 Pessoa, estando solo en su cuarto, oyó a su espalda una voz que le decía “aquel que tiene las flores no necesita a Dios”. También leí que fue horas más tarde cuando Pessoa inventaría el primero de sus heterónimos, Alberto Caeiro. Bueno, no sé si inventar es la palabra, pues todo habría surgido de la necesidad de Pessoa de encontrar un maestro, alguien que le guiara, sentirse discípulo y, al no encontrarlo, y llevado por un impulso tan tenaz que pareciera que se tratara de una mano ajena, esa noche del 8 de marzo de 1914 el poeta compondría los versos más hermosos y extraños de cuantos había escrito hasta la fecha, y por ello proféticos de un cambio. Fue al terminar de redactar el séptimo poema cuando se sorprendió a sí mismo firmando con el nombre Alberto Caeiro, heterónimo que ya lo acompañaría para siempre.

Cuando levanté la vista de la última página me di cuenta de que hacía horas que ya todo era silencio. Permanecí un buen rato con la vista en el suelo. Sólo el ocasional trino de unos pájaros, imagino que colados hace años en la terminal e imposibilitados desde entonces para encontrar la salida, me hicieron levantar la mirada y echar un vistazo al techo, alto como el de una catedral. No hacía frío pero un acto reflejo me hizo subir hasta la nuez la cremallera de la cazadora. Si al menos en alguna cafetería o tienda hubieran dejado una tele encendida, me dije. Quienes me hayan leído sabrán que he escrito bastantes cosas acerca de aeropuertos, debe de tratarse de una debilidad. Una vez, en una espera de varias horas en el aeropuerto de Barajas, terminal T2, me entretuve localizando todas las baldosas del suelo que estaban sueltas; llegué a creer que había algo valioso debajo de cada una de ellas; hice un plano y todo. Otra vez escribí un cuento, titulado Paradiso XXXI, 108 , en el cual especulaba la posibilidad de que todos los aeropuertos flotan a pocos milímetros del suelo, y es precisamente eso lo que induce la sensación de leve mareo y tierra ignota que acompaña al viajero cuando se ve obligado a hacer largas esperas en las terminales. O cuando, en otro retraso de horas, comencé a caminar por un aeropuerto y un pasillo me llevó a otro, a cada cual más sombrío, y aquello fue tomando un aspecto de embudo, de destino único, y tuve entonces la sensación de hallarme en un minotáurico laberinto, lo cual me había llevado a especular que en todos los aeropuertos del mundo, en alguno de sus sótanos hay una bestia encadenada, un animal que suda y resopla y pugna por romper las cadenas que lo atan al suelo, y que si un humano ve esa bestia, en alguna parte acontece un accidente aéreo.

Pero no quiero desviarme de lo ocurrido esta noche en el aeropuerto. Serían las 6 de la madrugada cuando hipnotizado por la lectura de la vida de esos 3 hombres me tumbé en el banco, cerré los ojos, y no tardé en sentirme alterado por una idea. Extraje el teléfono del bolsillo, consulté la fecha en curso. En efecto, 8 de marzo de 2015. Una noche como esa, exactamente 101 años atrás, Fernando Pessoa, tras oír a su espalda la frase “aquel que tiene las flores no necesita a Dios”, y guiado por una mano ni amiga ni enemiga sino sencillamente paralela a la suya, había creado su primer heterónimo, su primer hombre paralelo, su primer fantasma de carne y hueso, Alberto Caeiro.

Comenzaron a llegar los empleados de la limpieza y de las cafeterías; los mismos hombres y mujeres que había visto ayer. Repararon en mí pero no se extrañaron al verme, como si yo fuera otro distinto. A las 6:35am rebasé la línea que me puso en el exterior de la terminal. Recorrí en bus los escasos 5 km que separan el aeropuerto de mi casa. Nada más llegar bebí un litro de agua de penalti, me detuve unos instantes ante la ventana de la sala -en el mar amanecía- y me acosté. Dormí de un tirón hasta hoy al mediodía. Después creí conveniente escribir esto, que considero una hazaña de primera magnitud.

NOTA: el detalle que quería consultar en el libro Mierda y catástrofe , era este:

 

 

 

Una cama en un aeropuerto

 

 

 

@ Agitadoras.com 2015