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ISSN 1989-4163

NUMERO 05 - SEPTIEMBRE 2009

 

La Soledad del Único Libro

Isabel Huete

Treinta metros cuadrados no era demasiado aunque sí suficiente. La de la agencia inmobiliaria me miró con satisfacción cuando le confirmé que sí, que lo alquilaba. La ventaja que tiene es que al ser pequeñín no lleva demasiado tiempo limpiarlo y con cuatro cosillas lo amuebla enseguida, me dijo tomándose cierta confianza. Le sonreí sin contestarle porque yo ya estaba en otra dimensión midiendo mentalmente las paredes donde pondría la librería y el sofá-cama; el hueco para una mesita con su lámpara; el tamaño de la alfombra para el invierno; el rincón en el cuarto de baño para la lavadora. En la pequeña terraza que daba a un enorme jardín, con piscina incluida, al que también asomaban las ventanas y terrazas traseras del resto de edificios de la manzana, había espacio suficiente para colocar un sillón de mimbre, y no me costó imaginarme sentada allí las noches de primavera leyendo rodeada de plantas.

El sueño hecho realidad: un alquiler asequible, un estudio pequeño pero suficiente para amueblar a mi gusto y además ubicado en una céntrica calle. ¿Podemos firmar el contrato hoy mismo? Esta tarde, si usted quiere. Perfecto, a las cinco me paso por la agencia. Después de pagar la fianza y el primer mes por adelantado ya no me quedaría un duro, así que tendría que espabilar si quería empezar a vivir en él lo antes posible. A plazos, no me quedará otro remedio que comprar lo gordo a plazos, me mentalicé. No ser caprichosa ni pretender aparentar nada tenía sus ventajas, más cuando el rumbo de mi vida iba a cambiar como de la noche al día. Nada va a ser como antes ni quiero que nada sea como antes. Ahora tienes que llenar tu casa y tu tiempo y volver a abrir las ventanas de los días para dejar paso a la luz. No sabía vivir sin metáforas.

El divorcio no me había reportado ninguna ganancia aunque, la verdad sea dicha, tampoco la busqué. Nos habíamos casado en régimen de separación de bienes, siendo yo lo que se suele llamar la parte más débil, es decir, la que no tenía otro capital que el que percibía mes a mes con mi trabajo. Ni dote ni familia adinerada. Cuando di el paso de la separación, hacerlo con los bolsillos vacíos fue lo que menos me preocupó. Nunca me aproveché de la situación y todas las pijadas que me regaló mi marido fueron por empeño de él, porque quería a toda costa que estuviese a la altura de su condición de hijo de familia de la alta burguesía y pudiera lucir palmito ante sus amistades. A mí, sin embargo, las apariencias me traían al fresco y lo único que le pedí después de numerosas noches de relaciones sociales fue que me liberara de las cenas con sus amigos, tan encantados de escucharse a sí mismos que después de sufrirlos durante un rato sentía mi cabeza a punto de estallar. No sé si no supo entenderlo o no quiso, pero lo cierto es que mi empeño por disfrutar de esa parcela de independencia no le sentó nada bien a mi matrimonio. Empezaron las discusiones, después vinieron los reproches, y al final los días iban pasando sumidos en angustiosos silencios. Poco más de un año duró una convivencia que desde antes de nuestro matrimonio las personas más cercanas a mí sostenían que estaba abocada al fracaso. Me resistí a los malos augurios y reconozco que metí la pata hasta el fondo. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Cuando la carreta se hundió definitivamente en el lodazal decidí saltar y buscar terreno firme para continuar el camino a pie con el menor equipaje posible. Él no quiso bajarse y allí lo dejé aferrado al baúl en el que guardaba todos sus tesoros.

La primera noche que dormí en mi nueva casa me invadió la emoción de sentirme otra vez libre, libre para pensar y libre para actuar. No quería más compromisos, no más imposiciones, no más renuncias. Se acabaron los controles, las desconfianzas, las amenazas, el miedo a la soledad. No tener que dar explicaciones, no agotarme en discusiones bizantinas que no llevaban a ningún puerto, no disfrazarme como una Barbie, no recibir comentarios irónicos por mis aficiones literarias, dejar de sentirme culpable por todo, poder dormir sin ponerme hasta el culo de ginebra.

Dos maletas con ropa, tres cajas de cartón con objetos personales, una butaca de mimbre, dos cojines y una guitarra eran todas mis posesiones. No necesitaba demasiado mobiliario para colocarlo todo pero de una lavadora y de un sofá-cama no podía prescindir. La lavadora y las estanterías las conseguí de segunda mano en un estado aceptable y el sofá-cama, junto a un más que básico menaje de cocina y algo de ropa de casa, los compré a precio módico en una gran superficie en la que se podía pagarlos a plazos. Los detalles ornamentales como cuadros, plantas, alfombra y lámparas tendrían que esperar a que cobrara la paga extraordinaria. Mi sueldo no era para tirar cohetes pero me podía permitir vivir cómodamente si no hacía gastos superfluos. Gracias a la generosidad de  un amigo que me regaló un aparato de música que ya no usaba pude volver a escuchar mi colección de CD’s, esos que a mi ex le parecían un espanto y gracias a su poco interés por la música pude llevarme. Ya podía decir que era una princesa con castillo propio.

Sonó la música a todo volumen y al ritmo de las canciones de un grupo de moda me dispuse a colocar la ropa en el armario y mis pequeños trastos en los estantes. La guitarra la colgué de la pared para que ocupara menos sitio. No la tocaba desde hacía muchos años pero me resistí a desprenderme de ella porque en los mejores momentos de mi vida siempre había estado a mi lado. Cuestión de romanticismo. La colcha de ganchillo que me hizo mi madre antes de casarme la coloqué cubriendo el sofá; no es que pegara demasiado con mis gustos algo bohemios pero reconocía que era una auténtica obra de arte. También supe reconocer el cariño puesto en las manos que la habían tejido.

Del fondo de la última caja extraje un libro que acaricié con mimo antes de acercármelo al pecho y cerrar los ojos como si quisiera sentir el latido de sus páginas. Orgullosa lo apoyé en el centro de una de las baldas que había dejado vacía y me senté en el sofá para contemplarlo como si fuese un cuadro. Poco a poco iría buscándole compañeros para que se sintiera menos solo y llenaran de conocimiento los muchos huecos que todavía quedaban vacíos en mi mente, tan hambrienta de palabras, de historias, de nuevas emociones.

Los cuentos de Andersen, un regalo de mi infancia, era el único de todos mis libros que me fue permitido llevarme. Ése era mi verdadero y solitario tesoro.

 
 

Libro

 

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