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ISSN 1989-4163

NUMERO 52 - ABRIL 2014

Opiniones Robinsonianas (XIV) - Elogio del Prescriptor

Mª Ángeles Cabré

¡Ay, Internet, ese invento del diablo! Quieren hacernos creer que sin estar permanentemente conectado a la Red no se puede vivir, cuando en realidad lo que sucede es que quienes nos servimos de Internet (que somos ya los más, ya sea por trabajo, por ocio o por ambas cosas) ya no somos los mismos que antes no usábamos Internet, sino otros. De ahí que, siendo estos otros que ahora somos, quizás sí que sea cierto que sin Internet no sabemos vivir.

Los europeos llevaron al Nuevo Mundo enfermedades allí desconocidas, como la viruela, y en el Nuevo Mundo descubrieron productos cuya existencia ignoraban como la patata, el tomate o el cacao, que se apresuraron a importar desde sus países de origen. A Internet llevamos nosotros nuestras extraviadas curiosidades, nuestra necesidad de estar informado y nuestras ansias de comunicación. E Internet, además de una inédita gimnasia para las yemas de los dedos y una buena paliza para las pupilas, nos devuelve ahora una nueva manera de comunicarnos, una nueva manera de informarnos y una nueva manera de saciar nuestra curiosidad.

Al igual que el uso de vehículos de transporte debilita las pantorrillas y no ayuda precisamente a reforzar esa parte tan preciada de la anatomía que son las posaderas, incorporar Internet a nuestras vidas ha transformado nuestros hábitos, incluida nuestra capacidad de concentración. Allí donde antes aguantábamos películas de tres horas sin pestañear, ahora a los diez minutos ansiamos zapear, cerrar una pantalla para abrir otra, cambiar de paisaje. Y del mismo modo, allí donde antes no escuchábamos los mensajes del contestador automático hasta llegar a casa, sin mostrar por ello la mínima traza de desasosiego, ahora nos lanzamos cada cinco segundos a consultar el correo electrónico, aunque sea para comprobar cuál es la última estúpida publicidad indeseada que ha aterrizado en la bandeja de spam .

Internet nos ha convertido claramente en otros: somos más impacientes y, a consecuencia de ello, devoramos también la información a una velocidad antes impensada. De leer artículos de fondo mientras saboreábamos un café y un croissant, hemos pasado a saltar de un titular a otro como si fuéramos una agencia de comunicación a cuyas terminales llega cuanta noticia valga la pena vocear. Difícilmente retendremos apenas un 1% de todo ese aluvión informativo, ni nos servirá para nada saber el tiempo que hace en Australia o conocer en directo las fluctuaciones de la Bolsa de Japón. Y aunque tendremos la sensación de estar al día de todo, ese saber no se traducirá en nuestra conversación más que en forma de nimias aproximaciones que ni siquiera podremos denominar periodísticas, pues en muchas ocasiones se reducirán a lo leído en el blog de una amiga (que jamás tuvo mucho que decir) o en el Facebook de un cuñado (al que el paro deja demasiado tiempo libre, lamentablemente para todos).

Con este panorama, ¿dónde está el espacio para el prescriptor, la prescriptora, los prescriptores, que antaño servían para orientarnos en la selva del saber? Esos seres que dedicaron sus esfuerzos a formarse en especialidades como el arte, la literatura, el cine o cualquier otro campo para poder guiarnos por frondosas arborescencias, donde tan fácil resulta extraviarse, ¿qué papel juegan en este nuevo horizonte donde todos opinan y donde parece que sirve toda opinión? Críticos literarios, como quien esto escribe, acostumbrados a recomendar lecturas; críticos teatrales dedicados a diseccionar puestas en escena; críticos de arte que nos ayudan a circular por las exposiciones que nuestra ciudad nos brinda… ¿tienen sitio ahí donde cualquiera puede arrogarse el papel de prescriptor como quien viste el día de carnaval una bata blanca de doctor?

Teniendo como misión principal formar el gusto y, como daño colateral influir sobre las elecciones del público, el prescriptor desgrana las virtudes o los defectos de un producto, cultural o no, buscando convertirlo en prescindible o imprescindible. Suerte de perro lazarillo, nos orienta con su olfato por el mejor camino, tratando de alejarnos de las pérdidas de tiempo, de las decepciones y de los flagrantes engaños.

Libros, películas, exposiciones, incluso dietas calóricas, son en sus manos maleables objetos de deseo a los que saca su mejor jugo. Ahí donde un profano se limita a leer la contraportada de una novedad narrativa para decantarse o no por la compra, el prescriptor o la prescriptora desbroza hábilmente el contenido de la misma, la sitúa en su contexto, la pone en relación con las novelas que la precedieron y nos la brinda envuelta en papel de celofán, lista para ser degustada. Su misión es haber leído centenares de novelas para saber si esta vale la pena o mejor nos gastamos el dinero en un clásico, que como el whisky de malta nunca engaña.

En plena explosión internáutica, en plena democratización de la figura del prescriptor, donde cualquiera se arroga sin cualificación alguna este papel, ¿tienen sentido aún los prescriptores profesionales? Diría que sí, que son más necesarios que nunca y que allí donde la riqueza de voces es sin duda un sano ejercicio de amateurismo y un excelente campo de entrenamiento para el futuro experto, cada día que pasa urge más rehabilitar la figura del prescriptor.

 

 

 

 

Cabré

 

 

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