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ISSN 1989-4163

NUMERO 52 - ABRIL 2014

La Visita

Javier Neila

La guerra le había enseñado a vivir sin enternecerse, agazapado en su coraza de indiferencia cada vez que le traían a un recluta novato sin genitales, sin piernas, sin cara, o con el cuerpo hecho pedazos. Todo él se había vuelto duro, irreflexivo, ausente, con cierto aire de soberbia y desprecio por todo lo concerniente al ser humano. Censuraba las conductas de sus colegas de profesión, que consideraba débiles, con actitudes más cercanas a un sacerdote o una meretriz complaciente que a un cirujano de guerra. “Esta es una guerra de hombres sin sentimientos” se solía repetir cada vez que amputaba una pierna sin anestesia o trepanaba un cráneo aún con incrustaciones de metralla. Tenía asumido que esa “guerra que acabaría con todas las guerras” había convertido a sus protagonistas en sofisticados expertos en muerte y sufrimiento, y esa “divertida guerra” de coristas de grandes sombreros, uniformes con flores en las solapas y despedidas en la estación, cuando Italia entró en la guerra, se había transformado en sangrientos ataques a la bayoneta, peleas cuerpo a cuerpo con hachas, mazas y gases asfixiantes, donde el honor y la piedad ya no tendrían más cabida.

Nunca pudo imaginarse en sus despreocupados años de facultad en la Universidad de Padua que el olor a carne quemada tras el paso de los lanzallamas fuera tan nauseabundo, o que alguien expuesto al gas fosfógeno se pasara horas escupiendo trozos de pulmón antes de morir. Y sin embargo había aprendido a convivir con esas tragedias y verlas como algo sustancial a la raza humana. La muerte ajena no le importaba, y la propia prácticamente tampoco.

Recordaba no haber temido por su vida ni siquiera en su experiencia más próxima a la muerte, durante la undécima batalla de Isonzo, en el boscoso Monte San Gabrielle, el 30 de Agosto de 1917, cuando fue atacado de madrugada en un embudo de artillería por un cabo austriaco de las tropas de asalto, que no quiso ver su brazalete del servicio médico italiano. Un instinto animal le hizo girarse felinamente en el aire -su delgadez y ser buen jinete y excelente esgrimista se lo permitieron- y esquivar el puñal de su oponente, atraparle la mano, retorcer su muñeca y clavárselo con cirujana precisión en el hígado, mientras acallaba los estertores agónicos con el antebrazo. Después despojó el cadáver -sin saber muy bien porqué- del casco y una pequeña pistola belga FN que encontró en el bolsillo interior de su guerrera. Al quitarle el casco y fijarse en su cara, fue cuando descubrió horrorizado el enorme parecido que se tenían. Por un momento creyó estar mirándose a un espejo.

A raíz de entonces empezaron los terrores nocturnos. Despierto era incapaz de entender lo que le pasaba, y las primeras veces lo achacó a la tensión de la experiencia vivida. Pero al conciliar el sueño –el momento en que todos los miedos irracionales salen de debajo de la cama para devorarte- le invadía un terror indescriptible y un dolor fortísimo en el pecho acompañado de angustia y sudores fríos. La sensación de soledad y abandono eran simplemente insoportables…Intentaba leer o emborracharse con vino tinto todas las noches, con tal de no pensar, de aguantar hasta que amaneciera, pero casi siempre terminaba siendo vencido por el sueño, y de nuevo creía sentir la presencia de alguien en su habitación, alguien que le provocaba pánico y a la vez le resultaba muy familiar. Alguien que venía a reclamar la vida que le habían quitado.

A poco de estas visitas nocturnas decidió afeitarse. Siempre había llevado barba desde que era muy joven, como una tradición familiar que quería continuar y que, según su padre, denotaba prestigio y seriedad en un médico de la alta sociedad. Inconscientemente quería dejar de parecerse al espectro que le visitaba todas las noches, y además ya no soportaba identificarse con el feliz oficial médico de las fotos puestas en el marco del espejo de su habitación, que le torturaban cada día más. Fotos de la academia militar en Bolonia al principio de la guerra, sonriendo con sus compañeros en la rivera del río Isonzo, montando a caballo en Trento en 1916, o cuando le hirieron en el brazo durante el bombardeo del hospital de campaña a los pies de Los Alpes Julianos.

Sin embargo el cambio de aspecto y romper las fotos no cambió las cosas, y los encuentros de madrugada llegaban puntualmente con las primeras cabezadas. Su cerebro hervía por la falta de sueño y su carácter se había vuelto aún más insoportable. La irritabilidad aumentaba día a día y entre el personal médico había llegado a correr el rumor que se estaba volviendo loco; tan solo otro cirujano, el comandante Mangrone, le daba conversación. Más de una noche habían tomado juntos alguna botella de vino durante el turno de guardia de alguno de los dos. Sin embargo no había sido capaz de confesarle a su compañero lo que le estaba pasando.

Una mañana, resolutivamente, cogió el casco de encima de la mesa de su habitación y salió al campo nada más levantarse. Lo examinó por última vez y lo lanzó a una ciénaga cercana al hospital, mientras lo maldecía…en pocos instantes desapareció de su vista hundiéndose rápidamente con un pequeño balanceo… fue más sencillo de lo que había pensado, sintiéndose liberado definitivamente de la maldición que parecía acompañarle…quizás así los dos descansemos en paz de una vez por todas, pensó. Sin embargo algo le hizo conservar la pistola.

Esa noche, concilió el sueño por primera vez desde hacía mucho tiempo, y con una paz y una profundidad que no recordaba. Soñó con su madre, con su infancia en la escuela primaria, con las pantorrillas de las compañeras de clase cuando tenía quince años y con su fiel caballo “Nigrotto” arañando el suelo con su pata cuándo él llegaba. Soñó que volvía a correr por las playas de Sicilia con su padre y el olor del desayuno caliente a orillas del mar. Soñó con sus hermanos y sus largos paseos en bicicleta. Se sintió bien y feliz, y aún dormido esbozó una dulce sonrisa.

Muy temprano varias enfermeras escucharon un terrorífico grito y cinco o seis disparos que provenía de la habitación del Capitán cirujano Cecelino Guardinelli y asustadas llamaron al cirujano de guardia comandante Angelo Mangrone.

Cuando entró en la habitación, encontró a su compañero muerto de un disparo en la sien. Una enorme mancha de sangre se extendía por la almohada. Aun humeaba una pequeña pistola en su mano. Antes de volarse la cabeza había tiroteado un casco austriaco que estaba sobre su mesa; el mismo casco que a Mangrone le había regalado un veterano al recibir el alta. El mismo casco que había dejado en la habitación de Cecelino esa misma noche, como obsequio, cuando le estuvo buscando en mitad de su turno de guardia con una botella de vino, y lo encontró en su habitación felizmente dormido.

 

 

 

 

La visita

 

 

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